Durante la Guerra de la
Independencia, entre los años 1811 y 1812, miles de madrileños murieron de
hambre. Fueron muertes lentas, agonizantes y angustiantes. En una ciudad en la
que la comida se vendía a precio de oro debido a su escasez, ser pobre equivalía
a una sentencia de muerte. Incluso el rey José I, el hermano de Napoleón, trató
de ayudar con su propia fortuna para dar de comer a los más desfavorecidos.
Pero nunca hubo suficiente. Goya lo reflejó en sus grabados de los “Desastres
de la guerra”: muerte, miseria, desesperación y hambre, mucha hambre.
En el invierno entre 1811 y 1812 la guerra en
España contra Napoleón ya duraba más de tres años y medio. Era una guerra
cruel, en la que la población civil no quedaba al margen de los horrores del
conflicto. Los miles de soldados franceses que luchaban en el país seguían las
órdenes de su emperador de avituallarse sobre el terreno, lo que suponía
constantes requisas de alimentos en las aldeas y ciudades. Pero la creciente
guerrilla antinapoleónica tampoco se quedaba atrás a la hora de arrebatar a los
campesinos sus cosechas y víveres destinados a la venta o para el consumo.
La comida era cada vez más escasa en la España
azotada por la guerra cuando en el verano de 1811 se hizo realidad uno de los
mayores temores de cualquier sociedad agraria: ese año la cosecha iba a ser
mala. La consecuencia ineludible era el hambre.
Si el campo lo iba a pasar mal, en las ciudades la
situación sería peor ya que dependían totalmente del suministro procedente de
las zonas rurales. Especialmente Madrid, situada en el centro de la Península y
sin un puerto de mar con el cual importar el trigo suficiente para hacer pan,
era muy vulnerable a los vaivenes y caprichos de las cosechas, aunque
normalmente las autoridades tomaban precauciones para alimentar a la capital
incluso en época de carestía. Sin embargo, en el invierno de 1811 incluso hasta
las reservas cuidadosamente almacenadas estaban agotadas por la guerra y las
guerrillas impedían el abastecimiento de la ciudad ocupada por los franceses.
El escritor madrileño Ramón de Mesonero Romanos
tenía ocho años cuando el hambre empezó a asomar. Décadas más tarde, en sus
memorias, describió la situación a la que se enfrentaba la capital de España: “Cuatro años de guerra encarnizada, en
que, abandonados los campos por la juventud, que había corrido a las armas,
dificultaba cuando no suprimía del todo su cultivo; las escasas cosechas,
arrebatadas por unos y otros ejércitos y partidas de guerrilleros;
interrumpidas además casi del todo las comunicaciones por los azares de la
guerra y lo intransitable de los caminos, y aislada de las demás provincias la
capital del Reino, cuya producción es insuficiente para su abastecimiento, no
era necesaria gran perspicacia para pronosticar que en un término de dado, y sin
recurrir a otras presunciones más o menos vulgares y temerarias, había de
resultar la escasez más absoluta, y comparable sólo a la de una plaza
rigurosamente sitiada”.
Empieza la hambruna
A
medida que avanzaban las semanas la comida era cada vez más escasa, sobre todo
el pan, la base de la dieta de todas las clases sociales de la época. La
primera consecuencia fue que su precio se disparó. La escasez y una gran
demanda favorecieron la especulación y el precio del pan llegó a alcanzar unas
cifras tan altas que solamente los más adinerados se lo podían permitir. Pero
el tiempo iba pasando sin que se llegara a ninguna solución y el hambre
avanzaba sin freno. Mesonero Romanos escribió: “En vano se llegó al extremo
de dar patente de comestibles a las materias y animales más repugnantes; la
escasez iba subiendo, subiendo, y la carestía en proporción, colocando el
necesario alimento fuera del alcance, no sólo del pueblo infeliz, sino de las
personas o familias más acomodadas”.
Llegó
el momento en el que hasta los ricos tenían problemas para alimentarse. Pero “el pueblo infeliz, los artesanos y
jornaleros, faltos absolutamente de trabajo y de ahorro alguno, no podían
siquiera proporcionarse un pedazo del pan inverosímil que el tahonero les
ofrecía al ínfimo precio de veinte cuartos”, recordó Mesonero Romanos.
La
gente corriente empezó a morir a miles. Mesonero Romanos tuvo que ver a “hombres,
mujeres y niños de todas condiciones abandonando sus míseras viviendas,
arrastrándose moribundos a la calle para implorar la caridad pública, para
arrebatar siquiera no fuese más que un troncho de verdura, que en época normal
se arroja al basurero; un pedazo de galleta enmohecida, una patata, un caldo
que algún mísero tendero pudiera ofrecerles para dilatar por algunos instantes
su extenuación y su muerte; una limosna de dos cuartos para comprar uno de los
famosos bocadillos de cebolla con harina de almortas que vendían los antiguos
barquilleros, o algunas castañas o bellotas, de que solíamos privarnos con
abnegación los muchachos que íbamos a la escuela; este espectáculo de
desesperación y de angustia; la vista de infinitos seres humanos espirando en
medio de las calles y en pleno día; los lamentos de las mujeres y de los niños
al lado de los cadáveres de sus padres y hermanos tendidos en las aceras, y que
eran recogidos dos veces al día por los carros de las parroquias; aquel gemir
prolongado, universal y lastimero de la suprema agonía de tantos desdichados,
inspiraba a los escasos transeúntes, hambrientos igualmente, un terror
invencible y daba a sus facciones el propio aspecto cadavérico”.
El pintor Francisco de Goya estaba en Madrid durante
la hambruna y fue testigo del sufrimiento popular que quedó reflejado en sus
impresionantes grabados que tituló “Los Desastres de la Guerra”. Los personajes
de sus grabados no son parecen personas. Son sombras, calaveras todavía vivas
implorando con su gesto algo para comer. Cuerpos debilitados, tristes y
condenados a muerte esperando a que les llegue su hora, muchos afectados por la
locura y todo tipo de enfermedades como consecuencia de la insuficiente
alimentación. Sobre todo niños y ancianos morían cada día y era habitual ver
sus cuerpos tendidos en las calles. Muchos morían también en sus domicilios y
pasaban semanas hasta que alguien entraba y descubría sus cadáveres ya
putrefactos. Madrid era una ciudad en la que la muerte acechaba en cada esquina
y en la que la vida ya no valía nada.
La impotencia del rey
José I, el rey impuesto por Napoleón, se sentía
impotente. Sabía que los madrileños le odiaban pero él insistía en conquistar
sus corazones a través de reformas sociales y urbanísticas. La hambruna fue la
gota que colmó el vaso del rechazo popular a su gobierno, sobre todo porque
mientras los pobres morían a millares, los ricos tenían su fortuna para pagar los
precios desorbitados de los pocos alimentos que llegaban a Madrid. Sin embargo, ya fuera por cálculo político o
por pura caridad, José I no abandonó a los madrileños a su suerte. Ordenó
controlar los precios y en un gesto muy poco habitual en la época donó la mitad
de su fortuna para comprar comida y repartirla entre la población hambrienta.
Pero no era suficiente.
Madrid no recuperó cierta normalidad hasta bien
entrado el año 1812. Poco a poco la comida volvía a llegar, sobre todo cuando
en agosto José I tuvo que abandonar la ciudad huyendo de los soldados ingleses
que avanzaban desde Salamanca. Las guerrillas levantaron su bloqueo y entraron desfilando
por la ciudad junto a sus aliados británicos. Los madrileños, aliviados porque
la pesadilla había acabado, celebraron su liberación, pero no gritaron vivas a España
o a los generales victoriosos. Los madrileños gritaron “¡Viva el pan a peseta!”,
el precio con el que hasta los pobres podían comer.
y todo esto por un señor llamado Fernando, el llamado deseado, que en su gestión, llamese reinado, fue tan nefasto que los libros de historia solo necesitan una linea: El peor rey que nunca tuvo las Españas.
ResponderEliminarMientras los españoles morían por él, Fernando estuvo disfrutando de un arresto de lujo en el castillo de Valençay: http://vidayeltiempo.blogspot.com.es/2013/12/la-jaula-de-oro-de-los-borbones.html
EliminarNunca quiso saber nada del sufrimiento de su pueblo y siempre trató de congraciarse con Napoleón. Estoy de acuerdo, fue el peor rey de este país. Un saludo Catalina