Hoy hace 75 años el ejército japonés cometió una de las barbaridades más sangrientas de la historia. El 13 de diciembre de 1937 conquistó Nanking, la que entonces era la capital de China, y en dos meses asesinó entre 200.000 y 300.000 personas, en su gran mayoría civiles. La magnitud de esta masacre se escapa de nuestra capacidad para tratar de comprender lo que ocurrió allí. Solamente se me ocurre describirlo como el horror.
La historia de la guerra está llena de ejemplos de barbarie y destrucción. El uso de la violencia ilimitada contra la población no combatiente siempre ha sido un arma para aterrorizar al enemigo o simplemente aniquilarlo. Pero eso era cosa del pasado más remoto, o eso se creía. En pleno siglo XX se volvió a utilizar la violencia contra mujeres y niños como arma para vencer al enemigo.
1937 fue un año clave en este aspecto. Durango y Guernica tienen el dudoso honor de haber sufrido el primer bombardeo aéreo contra una población indefensa (en Europa). Fue durante la Guerra Civil Española, un conflicto sangriento que se caracterizó por su brutalidad y la ruptura de toda regla. Sobre todo al principio las ejecuciones y venganzas estaban a la orden del día. No cabía esperar compasión alguna.
Al mismo tiempo, pero en el otro lado del mundo, se estaba desarrollando otra guerra igual de implacable, o incluso más brutal aún. En julio de 1937 estalló el conflicto entre China y Japón. Fue una guerra increíblemente dura, sin piedad donde, al igual que en España, la violencia desenfrenada formaba parte de una estrategia de dominación clara. Sin embargo, las cifras fueron mucho más impactantes.
Japón invade China
Japón invadió China por dos razones fundamentalmente. La primera es que necesitaba desesperadamente construir un imperio para conseguir materias primas. Japón, al igual que Gran Bretaña, es una isla superpoblada incapaz de producir ella misma lo necesario para abastecer a su población. Por ello ambas recurrieron al imperialismo. El japonés era especialmente curioso ya que era una potencia asiática que se había modernizado a la europea precisamente para evitar ser convertida en una colonia de otro imperio.
Esa modernización llevó a la creación de una industria pesada que, a su vez, hizo posible la creación de un ejército moderno para conquistar su entorno. Primero cayeron Corea y Manchuria, una provincia al norte de China donde crearon un estado marioneta, Manchukuo, ‘gobernado’ por el último emperador chino depuesto en 1911.
La segunda causa de la invasión era el tipo de gobierno de Japón. El ejército se había convertido en una institución predominante, con una influencia decisiva por encima de los mandatarios civiles. Los militares apostaban por una política exterior agresiva que también justificara los enormes gastos en su maquinaria, por lo que al final atacaron a una China que en ese momento estaba dividida, debilitada y en plena decadencia.
Sin embargo, a pesar de la aparente debilidad China, su extensión geográfica y sobre todo demográfica la hacían un enemigo temible. Los japoneses sabían que el verdadero problema estaba en controlar los territorios ocupados una vez derrotados los chinos más que en conquistarlos. Tenían un ejército muy numeroso, pero no lo suficiente como para controlar un país tan grande como Europa. Por eso recurrieron al terror.
Competiciones de verdugos
El 13 de diciembre de 1937 el avance japonés llegó hasta Nankín. Conquistaron la ciudad no sin oposición, pero la verdadera masacre comenzó una vez derrotado el ejército chino. Los testigos hablan de miles de ejecuciones sumarias de prisioneros de guerra. Les pegaban un tiro y empujaban los cuerpos a fosas comunes, o peor aún, les cortaban la cabeza con las katanas de los oficiales. De hecho hubo hasta ‘competiciones’ -publicadas en los periódicos como en la fotografía de la derecha- entre los soldados japoneses para llegar hasta los cien asesinatos usando la espada.
La población civil sufrió lo indecible. Las violaciones y mutilaciones de mujeres estaban en el orden del día. Los testigos hablan de que les cortaban los pechos y las dejaban morir desangradas, y otras muchas torturas sangrientas.
Hubo algunos extranjeros que permanecieron en Nankín amparados por su inmunidad diplomática que trataron de crear zonas de seguridad en las que no pudieran entrar los japoneses. Más de 200.000 chinos pudieron salvar así sus vidas.
Al final de la guerra la masacre de Nankín quedó como el más horrible de todos los crímenes de guerra perpetrados por el ejército japonés. Los generales al mando fueron juzgados excepto el príncipe Asaka, comandante en jefe del ejército. Fue perdonado porque era familiar del emperador y los vencedores no quisieron mancillar la reputación de una familia imperial que necesitaban para controlar el Japón de la posguerra.
En China, en cambio, Nankín sigue siendo el ejemplo del horror provocado por los japoneses durante la guerra en la que trataron de conquistarlos y esclavizarlos. Su memoria continúa estando muy presente en las relaciones entre ambos países.
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