4/10/11

¿CÓMO SERÁ EL OTRO LADO?

Atalaya de Torrepedrera.
Muhammar se agachó para entrar en la estrecha puerta y comenzó a subir la estrechísima escalera de caracol de la torre. Estaba oscuro, húmedo y hacía frío. Tras una corta subida llegó a la plataforma superior. Allí le estaba esperando su compañero. “Llegas tarde”, le espetó mientras recogía su petate sin mirarle a la cara. Muhammar sin hacer caso a su compañero agarró su lanza y comenzó a escudriñar el horizonte. Ante él se erigían imponentes las cumbres de la Sierra del Guadarrama, la frontera del Califato de Córdoba en el siglo X.


La labor de vigilancia de la frontera era tediosa y muy rutinaria. Poca acción y menos botín, se lamentaba más de un guerrero andalusí que vigilaba los pasos de montaña que conectaban la poderosa tierra musulmana con el norte. ¿Cómo sería la vida en el otro lado?, se preguntaba Muhammar mientras miraba la sierra y sus imponentes riscos nevados. Nunca había atravesado la frontera. Jamás había abandonado la tierra de Dar al Islam, la ‘casa de la paz’. Al otro lado estaba la tierra de Dar al Harb, la ‘casa de la guerra’, que debía estar sometida a la verdadera fe y a la que se debía castigar con correrías e incursiones ocasionales para recordar que debían tributo al califa.
Muhammar llevaba poco tiempo en el ejército. Era un profesional. Se había enrolado para ganar dinero y prestigio. Había oído hablar de las ofensivas del gran califa Abdelramán III contra los cristianos y ansiaba participar en algún ataque para hacerse con botín y regresar a su hogar. Pero lejos de haber luchado ya contra los infieles, Muhammar fue enviado a un destacamento de vigilancia en la frontera de la llamada marca media de Al Andalus. La que vigilaba los accesos a Toledo, una de las ciudades más importantes y ricas del califato.
Para ello se construyeron una serie de atalayas defensivas a los pies de la sierra y a lo largo del río Jarama. Estaban separadas los suficiente para mantener contacto visual entre ellas. En caso de ataque enemigo la señal convenida era una hoguera, así el humo alertaría a las demás torres durante el día, y la luz del fuego lo haría durante la noche. Las atalayas estaban dotadas solamente de dos vigías, los suficientes para dar la alarma. Para luchar contra los invasores la red contaba con pequeños lugares fortificados con una guarnición. La más cercana a Muhammar era la de Buitrago, aunque la de Mayrit, a orillas del Manzanares, tampoco quedaba demasiado lejos. Más al noreste, siguiendo la línea de atalayas, estaba la gran fortaleza de Gormaz a orillas del Duero, la gran base musulmana y azote de los cristianos del norte.
Guerreros andalusíes.
La vida en la frontera de la marca media era muy aburrida. Mucho frío en invierno y un calor sofocante en verano. Esa tierra apenas estaba poblada, apenas había distracciones, y al otro lado la cosa tampoco era más prometedora, según contaban los veteranos que habían participado en alguna patrulla. No había gente, ni huertos ni apenas caminos, excepto los que habían construido los antiguos bastantes siglos antes. Era una zona salvaje, donde la naturaleza campaba a sus anchas. Con extensos bosques llenos de animales salvajes al acecho. Este era el único peligro al que tenía que enfrentarse Muhammar cada día cuando se aproximaba a su torre para cumplir con su turno de guardia.
¿Qué habría al otro lado de las montañas? ¿Un desierto como decían los veteranos? ¿Cómo sería? ¿Y los cristianos? ¿Cómo eran? ¿Por qué no se sometían a Alá y a su califa? Muhammar no entendía la obzecación de sus enemigos, pero no sentía más que desprecio por ellos y por su pobreza. “Son simples gusanos”, se repetía constantemente mientras observaba un día sí y otro también las cumbres nevadas. La tierra enemiga estaba al otro lado, a pocas horas de marcha. Muhammar estaba en la frontera, era un centinela del Islam.

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