3/3/18

La ‘Batalla del Káiser”: la última oportunidad de Alemania


En marzo de 1918 la Primera Guerra Mundial seguía en un empate imprevisible en el frente occidental. Nada hacía imaginar que la guerra terminaría ocho meses más tarde con la derrota de Alemania, ya que, en ese momento, la situación general parecía favorecer más a los alemanes que a los aliados tras la salida de la guerra de Rusia después de la Revolución de Octubre. Pero el alto mando alemán sabía que esa ventaja era una ilusión: la falta de recursos, el agotamiento al entrar en el cuarto año de conflicto y, sobre todo, la entrada en guerra de los EEUU, iba a poner más pronto que tarde la balanza de lado de sus enemigos. A Alemania se le estaba agotando el tiempo y tenía que atacar: se desencadenó la ‘Batalla del Káiser’ (Kaiserschlacht), la última oportunidad de Alemania en la Primera Guerra Mundial.

En la madrugada del 21 de marzo de 1918 más de 3.600 cañones de todo tipo hicieron temblar la tierra en el norte de Francia, entre las ciudades de Cambrai y San Quintín. Más de 3,2 millones de proyectiles impactaron en las trincheras británicas, provocando un estruendo tan espectacular que se podía escuchar hasta en Londres. La precisión de los disparos era alta, fruto de años de experiencia en la guerra.

Pocas horas después entró en combate la infantería, pero no avanzando en oleadas como se había hecho en otras ofensivas, y que irremediablemente acababan estrellándose contra las ametralladoras enemigas. Esta vez avanzaron pequeños grupos de especialistas, soldados de asalto, Stosstruppen, todos voluntarios, jóvenes y muy bien entrenados y motivados. Poco a poco se fueron infiltrando en las trincheras enemigas, eliminando la resistencia con lanzallamas, granadas o con el filo de sus palas para cavar trincheras.

Stosstruppen al asalto.
A las pocas horas las líneas británicas estaban rotas y el ejército alemán avanzaba. Era la primera vez desde 1914 que en Europa occidental un ejército lograba superar las líneas enemigas y avanzar a campo abierto. Cundió el pánico entre británicos y sus aliados franceses. Los alemanes parecía que habían conseguido lo que a ellos les había resultado imposible en los últimos años y costado miles y miles de muertos y heridos. El desenlace de la guerra estaba en el aire. Alemania estaba atacando.


Operación Michael

La ofensiva de primavera o “Kaiserschlacht” (Batalla del Kaíser) como se llamó popularmente, en realidad fue bautizada por los generales alemanes como ‘Operación Michael’. Tenía como objetivo derrotar a los británicos de la fuerza expedicionaria que luchaba en Francia y provocar que se retirara a Gran Bretaña, al otro lado del Canal de la Mancha. Esto dejaría a los franceses solos. En 1917 los soldados franceses habían protagonizado una serie de motines, hartos de ser sacrificados en inútiles ofensivas en los que acababan masacrados a cambio de nada. La moral francesa era débil y estaban cansados. Los alemanes pensaban que, expulsando a los ingleses, resultaría más sencillo derrotar a Francia.

El alto mando alemán.
La derrota de Rusia a raíz de la revolución de octubre de 1917 hizo posible el ataque. La firma el 3 de marzo de 1918 del tratado de paz de Brest Litovsk con unas autoridades bolcheviques desesperadas, sacó a los rusos de la guerra y proporcionó a los alemanes vastísimos territorios de ocupación: los países bálticos, Ucrania, Bielorrusia, e incluso Georgia. La guerra en Rusia proseguía, de hecho, la guerra civil entre rusos ‘rojos’ y ‘blancos’ prometía ser mucho más cruenta que el conflicto de 1914, pero Alemania consiguió salir de la lucha en este escenario y despejar su espalda ante el desafío en el frente occidental. Porque allí se estaba fraguando la principal amenaza para Alemania.    

Con la entrada en la guerra de los EEUU en abril de 1917, lo hacía un gigante industrial con capacidad de decidir la guerra. Millones de soldados entrenados y bien armados cruzarían el Océano Atlántico para luchar contra Alemania, y miles de armas de todo tipo reforzarían a británicos y franceses. En Alemania, por otro lado, se estaban acabando las reservas de todo tipo. El bloqueo marítimo había provocado hambre en el país y empezaba a faltar de todo, también soldados tras las constantes batallas. Si Alemania quería tener alguna oportunidad de ganar, debía darse prisa. Antes de que los norteamericanos pudieran desplegar sus fuerzas.

La respuesta que planteó el jefe del Estado Mayor alemán, Erich Ludendorff, era el ataque. Primero contra los británicos, rompiendo el frente y tomando los puertos del Canal de la Mancha desde donde recibían su aprovisionamiento. Después girarían contra los franceses. Los americanos no tendrían tiempo de hacer nada. O al menos ese era el plan.    

Fracaso

Pero la realidad fue muy diferente. Centrados en el impresionante reto de romper las trincheras y fortificaciones británicas, no había ningún plan para después. Con los británicos huyendo y cayendo prisioneros a miles, los generales alemanes empezaron a improvisar y a desviar su atención a objetivos secundarios. Esto dio tiempo a sus enemigos a reorganizarse.

Máximo avance alemán.
El pánico que se vivió en Londres y en París provocó que sus gobiernos tomaran una decisión fundamental, pero que no habían querido tomar hasta verse tan apurados: nombrar a un comandante en jefe de todos los aliados. El nombramiento recayó en el mariscal francés Ferdinand Foch que consiguió imponer el orden y la coordinación entre sus filas, justo cuando entre los alemanes se estaba perdiendo. Foch pronto se dio cuenta de que los alemanes estaban perdiendo el tiempo en espectaculares avances que, sin embargo, no tenían consecuencias letales. En cambio, dejaban sin amenazar la ciudad de Amiens, el nudo de comunicaciones clave en el que convergían todas las líneas de transporte sin las cuales, los británicos tendrían que retirarse y los alemanes lograrían su objetivo.

Avance alemán.

Cuando los alemanes corrigieron su avance hacia Amiens, ya era tarde. La defensa fue tenaz y la fuerza del ataque alemán se iba perdiendo con el tiempo sin conseguir ocupar la ciudad. Ludendorff ordenó varias ofensivas más en las siguientes semanas, pero dispersando las direcciones de los ataques: en Flandes y contra París. Los aliados sufrieron varios sustos más, pero los alemanes ya no podían ganar.

En agosto de 1918 los alemanes intentaron un ataque más contra Amiens. Fue el último. El 8 de agosto de 1918 se conoce como el día negro del ejército alemán. Unidades enteras de soldados se rindieron, cansadas de seguir luchando, hartas de sufrir, y sintiéndose engañadas por sus mandos que les habían prometido la victoria. Los estadounidenses también habían llegado con fuerzas suficientes como para pasar al ataque. Alemania había perdido.     

Han llegado los americanos.


6/11/17

‘Octubre Rojo’, el triunfo de la obstinación bolchevique


Hace un siglo, el 7 de noviembre de 1917, se produjo uno de esos momentos de la historia de la humanidad que han pasado al mito: la Guardia Roja bolchevique asaltó y conquistó el Palacio de Invierno de Petrogrado, la capital de Rusia, y se hizo así simbólicamente con el poder del país más grande del mundo. La imagen de las masas asaltando las verjas del palacio imperial han trascendido desde entonces en el tiempo y han conformado la visión de este acontecimiento. Sin embargo, esa imagen es, cuanto menos, exagerada. Se creó diez años después por el director de cine Sergei Eisenstein para la película que inmortalizaría el asalto. Empezó un combate por el poder del que solamente sobrevivirían los bolcheviques que crearon el primer estado comunista del mundo.




Cuando el crucero Aurora dio la señal del asalto, a las 21:45 horas del 7 de noviembre de 1917 (el 25 de octubre en Rusia, según el calendario juliano que se aplicaba allí entonces), los guardias rojos pro bolcheviques se movilizaron para ocupar los diferentes puntos estratégicos de Petrogrado, la capital de un imperio que llevaba meses tambaleándose. En febrero de ese año (según el calendario juliano), tras dos años y medio de guerra y derrotas contra Alemania y Austria-Hungría, la población de Petrogrado estalló y se rebeló contra el gobierno autocrático del zar Nicolás II quien, incapaz de reconducir la situación, abdicó del trono dejando el poder en Rusia sin cabeza.

Rusia era entonces un enorme imperio multinacional y de carácter primordialmente campesino. Aunque existían algunos núcleos industriales en las grandes ciudades (Petrogrado, Moscú o en la cuenca del Volga), la inmensa mayoría de la población vivía en el campo en un régimen semifeudal en el que la Iglesia Ortodoxa y el Zar eran la autoridad máxima. Pero en las ciudades esa autoridad llevaba años resquebrajándose poco a poco. Existía una pequeña burguesía y estaba formándose una pequeña clase trabajadora a la sombra de las grandes fábricas. Eran una minoría, pero estaban en los lugares adecuados para influir en los acontecimientos.


1905, el primer aviso

El primer aviso de que estas clases no seguían tolerando la autocracia zarista se dio en 1905. Ese año, la derrota ante los japoneses dio pie a unas protestas que desembocaron en una auténtica revolución que, sin embargo, tuvo pocas consecuencias prácticas. Finalmente, tras unos meses en los que el poder se distribuyó en una confusa serie de soviets locales, el orden zarista recuperó el poder a cambio de permitir la existencia de un sistema parlamentario (la Duma), que, sin embargo, apenas se reunió. El Zar sabía que el gran Imperio Ruso, con sus diferencias y su enorme extensión, solamente se podía gobernar con mano de hierro donde no habría sitio para la democracia. Pero Nicolás II no fue el único que sacó consecuencias de los acontecimientos de 1905.

Lenin, el líder del pequeño partido marxista llamado bolchevique, una escisión de los socialdemócratas rusos a los que llamaban mencheviques, tomó nota de la falta de decisión y de rumbo de las fuerzas revolucionarias, lo que fue aprovechado por los zaristas para anular la revuelta. En su reflexión, Lenin llegó a la conclusión que en Rusia existían unas condiciones revolucionarias objetivas claras: malestar entre los campesinos que exigían la propiedad de las tierras que labraban, malestar entre la burguesía que quería participar en la toma de decisiones políticas, y malestar entre los trabajadores por sus nefastas condiciones de vida. Es decir, la revolución era un acontecimiento que solamente podía surgir desde las masas. Pero una vez en marcha, esas masas debían ser dirigidas para evitar la derrota revolucionaria, y esa dirección, el elemento subjetivo revolucionario, solamente lo podía ejercer el Partido Bolchevique.

Ya en 1902, en su obra “¿Qué hacer?”, Lenin expresó la necesidad de crear un partido reducido, pero sumamente profesional, clandestino y decidido, con el único objetivo de gestionar la futura revolución hacia un régimen socialista a través de la dictadura del proletariado. Ese partido eran los bolcheviques, que se diferenciaban de los demás socialistas en que querían pilotar la revolución desde una minoría (y no a través de las masas como querían los Social Revolucionarios), y no querían esperar a que se dieran las ‘condiciones’ sociales previas, para lo cual se necesitaba que en Rusia primero se produjera una revolución ‘burguesa’ como en los países de Europa occidental, tal y como propugnaban los mencheviques. Los bolcheviques tenían prisa por hacerse con el poder. Eran pocos, pero profesionales y decididos.    


1917

En febrero de 1917 se volvieron a repetir las ‘condiciones objetivas’ de la revolución. Al igual que en 1905, los rusos estaban hartos de guerra y de derrotas, y el sistema autocrático del Zar no pudo aguantar la presión y abdicó. Se abrió la puerta a una oleada de partidos, grupos y organizaciones que aspiraban a controlar la revolución. De hecho, se crearon dos legitimidades paralelas: el Gobierno provisional, controlado por la burguesía a través del Partido Democrático Constitucional, los Kadetes, y los soviets, donde tenían presencia sobre todo los partidos de la izquierda: mencheviques, socialrevolucionarios y bolcheviques. 

Los kadetes querían un sistema parlamentario, y se mantuvieron fieles a la alianza de guerra con los aliados contra Alemania. De hecho, ante la presión franco-británica, se inició una ofensiva por parte de los rusos con el objetivo de aliviar el frente occidental. Pero resultó ser un desastre. Los soldados no querían luchar más.

Por otro lado, los soviets querían poner fin a la guerra, al hambre, y el reparto de las tierras entre los campesinos. Estas eran las principales demandas de los soldados que, hartos de luchar, estaban dispuestos a seguir a cualquiera que cumpliera con esos deseos. Lenin se dio cuenta y trabajó ese aspecto cuando regresó a Rusia de su exilio en Suiza ayudado por el alto mando alemán: con la esperanza de contribuir al caos en Rusia, los alemanes permitieron a Lenin cruzar su territorio en un tren sellado para llegar a Suecia y, desde allí, entrar en Rusia. Todo ello acompañado de una suculenta ayuda económica para los bolcheviques.

En julio de 1917 el fracaso de la ofensiva militar provocó una insurrección en Petrogrado. Fue el primer intento de Lenin de alcanzar el poder, pero fracasó. Tuvo que huir a Finlandia donde se escondió. Los kadetes mantuvieron el poder, pero al igual que había surgido una rebelión desde la izquierda, la derecha también reaccionó con un golpe por parte del general Kornílov, el comandante en jefe del ejército, que estaba dispuesto a disolver a los soviets.

La izquierda se recuperó de la debacle de julio y se rearmó dispuesta a defenderse. En octubre (noviembre) estaba previsto que se reuniera el 2º Congreso de los Soviets, en Petrogrado, y Lenin vio la ocasión que estaba esperando: movilizando a la izquierda contra Kornílov, el objetivo era eliminar el Gobierno Provisional y, con él, una de las legitimidades en litigio.

Lenin regresó de su escondite y en la tarde del 7 de noviembre la Guardia Roja tomó el Palacio de Invierno tras negociar con los guardianes una conquista casi incruenta ya que nadie apoyaba ya a los kadetes. No fue la toma épica del Palacio de Invierno que ha trascendido en el imaginario colectivo.  El 2º Congreso de los Soviets se reunió para dar por finalizado el Gobierno Provisional y nombrar a uno nuevo, esta vez formado exclusivamente por bolcheviques con Lenin a la cabeza.

Los bolcheviques tenían el poder, y a partir de ese momento actuaron con crudeza para no perderlo. En ese momento Lenin y los suyos eran una organización más entre la enorme maraña de partidos y de grupos que representaban a diferentes sectores de la sociedad rusa. Sin embargo, los bolcheviques eran los más obstinados. Cuatro años después, tras una guerra civil sangrienta que destruyó el país y al resto de partidos, los bolcheviques eran los únicos que se mantenían en pie.

La bandera roja estaría ondeando sobre el Kremlin durante 70 años.

23/7/17

La ofensiva alemana de 1940: el camino a Dunquerque

La película ‘Dunquerque’ de Christopher Nolan plasma en imágenes y sonidos la angustia y los peligros mortales que sufrieron miles de soldados británicos que buscaban regresar a su país tras ser rodeados por los alemanes en mayo de 1940. Tan sólo mantenían una estrecha cabeza de puente en el puerto francés de Dunquerque y sus playas, en la costa del Canal de la Mancha, y se encontraban a merced de los bombardeos mientras esperaban desesperados a un barco con el que pudieran cruzar el mar. Se trataba de prácticamente todo el ejército británico profesional, la British Expeditionary Force (BEF), que, en caso de perderse, hubieran dejado a Gran Bretaña sin ejército y a merced de Hitler. Solamente un esfuerzo colosal de movilización en la propia isla británica, una buena organización y tenaz defensa de las playas de evacuación, así como una serie de malas decisiones tácticas de los alemanes, hicieron posible el ‘milagro de Dunquerque’ y más de 300.000 soldados lograron ser evacuados ante el avance alemán. ¿Cómo se llegó a esto?

El 10 de mayo de 1940 el ejército alemán, la Wehrmacht, lanzó su ofensiva sobre Europa occidental. Ese día, tres países neutrales, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, fueron atacados por dos grupos de ejército, en total 74 divisiones, diez de ellas de blindados. Los alemanes pasaban a la ofensiva después de meses de inactividad en el frente. El 3 de septiembre de 1939 Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Hitler después de que invadiera Polonia, pero no atacaron ni hicieron nada que pudiera impedir a los alemanes consumar la conquista de su aliado. Después, ambos bandos se limitaron a observarse mutuamente a ambos lados del Rhin sin prácticamente molestarse. Sin embargo, esa situación de inactividad no podía mantenerse por mucho tiempo.

Los alemanes no podían sobrevivir por mucho tiempo a esa situación estratégica. Encajados en el centro de Europa, con apenas materias primas y suministros para mantener sus ejércitos, se exponían a repetir la misma situación de bloqueo que sufrieron durante la Primera Guerra Mundial, con la flota británica dominando los mares e impidiendo la llegada de todo lo necesario para la guerra y para alimentar a la población alemana. Ese era precisamente el plan de los aliados. Pertrechados tras la inexpugnable Línea Maginot, una línea ininsterrumpida de búnqueres y trincheras que se extendía a lo largo de toda la frontera franco alemana, los ejércitos aliados esperaban no tener que repetir las cruentas batallas de 1914-1918 y que los alemanes se fueran debilitando poco a poco. Hitler tenía que pasar a la ofensiva. Pero, ¿de qué tipo?


No repetir 1914

La primera reacción de los generales alemanes fue repetir el Plan Schlieffen que aplicaron en 1914. En resumen, era maniobra enorme de los ejércitos para rodear la frontera del Rhin con Francia, entrando al país enemigo a través de Bélgica para caer sobre París desde el norte. El objetivo era ocupar la capital francesa, el punto neurálgico político y administrativo de la fuertemente centralizada república. Sin embargo, este plan ya falló en 1914 ante la decidida defensa francesa, y en 1940 se esperaba que los alemanes repitieran la jugada, por lo que los resultados podrían ser incluso más pobres. Hacía falta una alternativa.

El plan de von Manstein
Ese fue el momento de la aparición de un general alemán que jugaría un papel muy importante en la Segunda Guerra Mundial: Erich von Manstein. Era el jefe de Estado Mayor de uno de los ejércitos alemanes en el frente occidental, e ideó el plan que se conocería como ‘golpe de hoz’ (Sichelschnitt). El objetivo no sería París, sino la aniquilación completa de los ejércitos enemigos, ya que, sin soldados, los alemanes esperaban que franceses y británicos suplicarían la paz. Para conseguirlo, von Manstein sugirió que se invadieran los Países Bajos y Bélgica para atraer a los ejércitos aliados en el norte de Francia al interior de Bélgica. Una vez bien adentrados en el territorio, un segundo ejército alemán pertrechado con la inmensa mayoría de las tropas acorazadas, más rápidas y poderosas, atacaría atravesando las montañas de las Ardenas y Luxemburgo, entrando en territorio belga y francés y cogiendo por sorpresa a los aliados. Entonces, en vez de marchar a París, los tanques girarían al noroeste, al Canal de la Mancha, para conquistar los puertos y rodear completamente a los aliados que serían aniquilados.

El ‘golpe de hoz’ era una plan audaz y comportaba muchos riesgos. El primero de ellos era la enorme diferencia en la movilidad entre las tropas acorazadas y la infantería. Mientras las divisiones panzer eran rápidas y estaban totalmente mecanizadas y motorizadas, la infantería alemana seguía moviéndose a pie y a caballo, igual que en 1914 o en el S. XIX. Es decir, la infantería no podía mantener el ritmo de los tanques y éstos corrían el riesgo de verse solos y atrapados.

Otro riesgo era que los aliados no mordieran el anzuelo y se quedaran quietos en el norte de Francia. Entonces la invasión de Holanda y de Bélgica no tendría sentido y los alemanes tendrían que enfrentarse frontalmente a sus enemigos. Esa posibilidad podía ser letal, ya que ingleses y franceses sumaban más soldados, cañones y tanques que los alemanes.

Asumir riesgos

Von Manstein se dio cuenta de que Alemania tenía que asumir riesgos si quería vencer a sus enemigos, más fuertes y con más recursos que ellos. Sin embargo, la mayoría de los generales alemanes eran más mayores y conservadores que él, y desecharon el plan. Apostaron por una reedición de 1914 ante la falta de un plan mejor. Sin embargo, von Manstein consiguió filtrar su plan a Hitler que dio su visto bueno. No porque el dictador fuera un fino analista militar y descubriera las posibilidades de esta ofensiva, sino para desautorizar a sus generales e imponer su poder y su voluntad a las fuerzas armadas.

Así fue como el 10 de mayo se puso en marcha el ‘Plan amarillo’ (Fall Gelb), la ofensiva alemana. Los Países Bajos fueron conquistados en cinco días y, efectivamente, los franceses y el ejército británico avanzaron al interior de Bélgica para adelantar la defensa. En ese momento los tanques alemanes salieron de su escondite y atravesaron la espesura de los bosques y montañas de las Ardenas. El 13 de mayo llegaron a Sedan, en la orilla del río Mosa, el último obstáculo natural antes del mar. Allí, en una combinación de destreza, decisión y apoyo aéreo, los alemanes derrotaron a los franceses (igual que en el mismo lugar en 1871) y se adentraron en el norte de Francia con dirección al Canal de la Mancha.



Los panzer avanzaron sin detenerse y pronto conquistaron los puertos de Bologne y de Calais, dejando a sus enemigos completamente rodeados en Bélgica. Fue en ese momento cuando el alto mando británico dio la orden a sus soldados en Francia de retroceder y de evacuar en el último puerto que quedaba en sus manos: Dunquerque.  

1/1/17

1517, el año en el que cambió Europa y el mundo

Lutero clava sus 95 tesis en Wittenberg.
Cuenta la historia que el 31 de octubre de 1517 un monje desconocido y profesor de teología clavó 95 tesis en la puerta de su iglesia en Wittenberg, en la actual Alemania. Estas tesis se dirigían contra el funcionamiento de la Iglesia Católica y eran un desafío claro y descarado al poder. Ese monje era Martín Lutero y este acto de insubordinación tendría grandes consecuencias a corto, medio y largo plazo: el cisma del Cristianismo, el fin de la aspiración imperial en Europa y una forma de pensar y de actuar que pondría las bases de la modernidad y del pensamiento político liberal.

Martín Lutero se atrevió a expresar lo que muchos antes que él ya habían dicho, pero a diferencia de los demás, sus denuncias fueron expuestas en el momento y en el lugar adecuado. Sus quejas iban dirigidas a la jerarquía de la Iglesia Católica, a la que, básicamente, ponía en entredicho como instrumento fundamental para alcanzar lo que obsesionaba a cualquier europeo del S. XVI: la salvación eterna.

Lutero lanzó un ataque frontal contra el Papado, su pretensión de infabilidad y su capacidad para gestionar la fe de sus fieles basándose en su condición de vicario de Cristo en la Tierra. En concreto, los ataques fueron dirigidos contra las indulgencias, una fuente de recaudación según la cual, a cambio de una cantidad de dinero pagado a la Iglesia, se acortaban los días en el purgatorio del donante tras su muerte. La Basílica de San Pedro de Roma se financió principalmente con el dinero de los católicos que creían que pagando podían escapar del castigo divino. Esta creencia se basaba en que el Papa tenía el poder de influir en el juicio final de cada individuo, pero Lutero lanzó la pregunta clave que desmontaba este mecanismo: “¿Por qué una persona sin Dios puede perdonar los pecados a cambio de dinero?”

Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia...”, ha querido decir que toda la vida de los creyentes fuera penitencia”, es la primera tesis de Lutero, y la que desmonta la herramienta fundamental del clero y su poder: la confesión. Lutero no creía en intermediarios. Dios es el único que debe y puede perdonar a sus fieles, y es él solamente el que decide sobre la salvación o no de las almas. Para Lutero, la Iglesia Católica se había construido sobre la falsa premisa de que el Papa era el heredero de Jesucristo y, por lo tanto, el representante divino, lo que le confería a él y a sus propios representantes poderes e influencia fundamental para la salvación de las almas. En resumen, si uno no quería arder en el infierno, era mejor hacer caso de la Iglesia. Pero ésta era corrupta, denunció Lutero, absolutamente indiferente al mensaje cristiano y, sobre todo, a la voluntad de Dios, lo que la convertía en un falso instrumento.

Un mensaje revolucionario que, sin embargo, no resultaba extraño en Europa. En los siglos anteriores no habían sido pocos los intentos de crear doctrinas cristianas alternativas a la católica. En Europa occidental uno de los casos más conocidos es el de los cátaros, que en el sur de la actual Francia se enfrentaron a Roma y fueron barridos por una cruzada, su fe destruida y su patria conquistada. Pero en el año 1517 la situación era otra, y, sobre todo, Lutero estaba en el lugar adecuado: Wittenberg, una pequeña ciudad que pertenecía a Sajonia, uno de los principados más importantes del Sacro Imperio Romano Germánico.

Contra el imperio

Federico III, príncipe de Sajonia, temía al emperador. Siglo y medio antes, en la Bula de Oro de 1356, los príncipes alemanes y el emperador del Sacro Imperio de entonces, Carlos IV, llegaron a un acuerdo según el cual los diferentes principados que formaban el Sacro Imperio mantenían su semiindependencia: aunque debían obediencia al emperador, éste se comprometía tácitamente a dejarles hacer en sus territorios. Pero en 1520, justo cuando Lutero estaba en plena denuncia contra la Iglesia, subió al trono imperial Carlos V. El nuevo emperador estaba dispuesto a cambiar las reglas y devolver al poder imperial el control político del Sacro Imperio a costa de los príncipes. Para ello se legitimaba en su papel de adalid y defensor de la Iglesia Católica, a la que pretendía utilizar para justificar su objetivo de unificar Europa bajo la doctrina del imperio universal, semejante al de la antigua Roma. Es decir, Carlos V quería mandar a todos los cristianos.

Lutero se defiende en la Dieta de Worms.
Lutero tuvo mucho éxito entre la gente común y pronto entró en conflicto con la Iglesia por su discurso. Incluso el nuevo emperador se interesó por él y, para desactivar sus denuncias (Lutero era tan popular que era mejor desacreditarle que simplemente detenerle), organizó un encuentro en la ciudad de Worms en el que el monje podría defender sus argumentos frente a los representantes eclesiásticos. Sin embargo, tras semanas de debate estéril, Lutero se marchó y Carlos V ordenó su detención. El monje no llegó muy lejos. No fue apresado por los imperiales, sino raptado por los hombres de Federico III que lo internó en su castillo de Wartburg para mantenerlo con vida lejos de la hoguera a la que estaba destinado si le atrapaban, porque Lutero le interesaba mucho.

Al negar la necesidad de un intermediario espiritual para la salvación del alma, Lutero había (¿involuntariamente?) cambiando las bases del pensamiento político medieval. Aunque tras la Bula de Oro el emperador había perdido su poder efectivo, seguía ejerciendo un papel principal gracias, a su vez, a la legitimidad que le daba el ser coronado por el Papa, el representante de Cristo. Oponerse al emperador era oponerse al Papa, y una excomunión no era aconsejable si se quería ir al cielo, y, sobre todo, para mantener el poder sobre miles de súbditos creyentes. Por lo tanto, los príncipes alemanes debían al emperador lealtad y obediencia ya que el Papa le había designado como su brazo secular. Así, cuando Carlos V reivindicó la obediencia debida a los príncipes, estos se econtraron en apuros. ¿Cómo negar la autoridad a un emperador legitimadon por Dios? Al desmontar el papel del Papado y negar su infabilidad e incluso su papel clave de intermediario divino, Lutero despejaba el camino teórico hacia la desobediencia al poder imperial sin por ello dejar de ser cristiano.

Carlos V en Mühlberg
Federico III no quería perder la independencia de Sajonia ante las pretensiones universales de Carlos V, y como él, otros muchos príncipes. Las tesis de Lutero ya no eran solamente una cuestión religiosa, sino de actualidad política. En 1531 los príncipes de Sajonia (el heredero de Federico III) y Hesse, a los que se sumaron numerosas ciudades y territorios alemanes más pequeños, fundaron la Liga de Esmalcalda que apoyaba abiertamente la reforma luterana. El choque con Carlos V era inevitable y se declaró la guerra entre el emperador y los príncipes rebeldes. Aunque en 1547 Carlos V venció en la célebre batalla de Mühlberg (inmortalizada por el retrato ecuestre del emperador pintado por Tiziano), la lucha se extendió hasta 1555, año en el que se firmó la paz de Augsburgo: la reforma protestante quedó reconocida y se otorgó libertad a cada príncipe para elegir la religión que debía imperar en su territorio, obligando con ello a todos su súbditos a abrazar la misma fe que su señor. La estampida fue importante. Europa central y del norte dejaron de ser católicas.

El inicio de la modernidad

Cuarenta años después del suceso de Wittenberg, las tesis de Lutero habían provocado una revolución política en el centro de Europa y habían sobrevivido a los ataques del Papado y del Sacro Imperio. Carlos V nunca vio hecho realidad su sueño del imperio católico universal y abdicó un año después de la Paz de Augsburgo, muriendo poco después. Las tesis de Lutero se habían cruzado en su camino.

El propio Lutero murió en 1546, pero sus ideas dieron comienzo a una nueva época. Al desechar a la Iglesia como intermediario para alcanzar la salvación de los cristianos, la relación entre los creyentes protestantes y Dios se transformó en una experiencia individual. La vida era penitencia, no había confesión posible ni posibilidad de lavar los pecados antes de la muerte. Todos los hechos contaban de cara al juicio final. Esta manera de pensar fue fomentando lentamente un individualismo desconocido anteriormente, cuando la experiencia religiosa, como casi cualquier otra, era básicamente colectiva. A partir de Lutero, la salvación era, ante todo, individual.


Lutero abrió la puerta del individualismo en el pensamiento europeo, un individualismo que, poco a poco, fue dando forma a la base de pensamiento político de nuestro mundo contemporáneo: el liberalismo.

11/9/16

Muerte entre los pinos

El pinar de Valsaín es un impresionante mar de tranquilidad y sosiego en la falda de la sierra no muy lejos del ajetreo de Madrid. Es de los pocos sitios cerca de la capital donde aún se puede escuchar el silencio. Pero durante una semana, del 30 de mayo al 2 de junio de 1937, las explosiones, los gritos y los disparos aniquilaron esa paz y la guerra entró a saco en el bosque. La Guerra Civil había llegado. Hoy, sus vestigios siguen casi intactos entre los árboles. Pero esta vez envueltos en silencio.

A mediados de 1937 la República había aguantado en Madrid los embistes de los sublevados. Franco había tratado de conquistar la capital en diferentes ocasiones y desde diferentes direcciones: En ataque frontal a través de la Casa de Campo, rodeándola por el noroeste por la Carretera de la Coruña y por el sureste cruzando el río Jarama, e incluso desde Guadalajara. En todos estos ataques los soldados de Franco fracasaron y Madrid resistió.

Los soldados republicanos, que al principio de la guerra eran en su mayoría milicianos que no sabían luchar, se habían fogueado durante estas batallas. En pocas semanas, estos milicianos sin experiencia marcial se transformaron en un verdadero ejército, el Ejército Popular. Con capacidad de aguantar a las aguerridas tropas profesionales de legionarios, marroquíes y los agresivos falangistas. Pero ya no era suficiente con aguantar y defenderse. Había que pasar al ataque.

El pinar de Valsaín.
En la primavera de 1937 Franco dejó de lado su obsesión por conquistar Madrid y concentró sus esfuerzos en el norte. La provincia vasca de Vizcaya, Cantabria y Asturias eran un reducto fiel a la República y en él se concentraba buena parte de la industria y de los recursos energéticos del país. Franco quería conquistar Bilbao y sus altos hornos para ponerlos al servicio de su máquina de guerra, y de paso poner fin al frente norte y contar con los soldados que quedarían libres para otras ofensivas. La República reconoció el peligro y trató de tomar medidas para frenar el avance franquista en el norte. Una de ellas eran ataques en otros frentes para distraer tropas enemigas y ganar tiempo.

Así fue como se decidió pasar al ataque en el frente de Madrid (donde estaban las mejores tropas republicanas) con un objetivo: Segovia. El plan era tomar al enemigo por sorpresa, conquistar la ciudad y, una vez puesto el pie en la meseta, seguir avanzando hasta Valladolid, la capital de Castilla e importantísimo nudo de comunicaciones del norte de España.

Sin embargo, para tomar esta pequeña capital de provincia muy cercana a la sierra madrileña había que cruzar montañas de más de 2.000 metros de altitud, cruzar extensos bosques y todo ello a través de pequeñas sendas y caminos por los que era (y sigue siendo) fácil perderse. Solamente una carretera cruzaba la zona y partía del Puerto de Navacerrada, bajaba al valle del Eresma, seguía por el pueblo de Valsaín y el palacio real de la Granja de San Ildefonso hasta llegar a Segovia. Por ahí debían atacar los miles de soldados republicanos apoyados por tanques y artillería. Todo un desafío logístico y táctico de difícil cumplimiento incluso para tropas bien entrenadas y expertas. La única posibilidad de éxito radicaba en el factor sorpresa.

Pero la bisoñez de los republicanos les pasó factura antes incluso de empezar el combate. En las maniobras de acercamiento de las tropas a los puntos desde donde iban a comenzar el asalto, no se tomaron las medidas mínimas de precaución y los observadores franquistas se dieron cuenta enseguida de lo que se estaba cociendo. Muy pronto trajeron refuerzos y la zona se fortificó y preparó para la ofensiva enemiga.


La batalla

En la mañana del 30 de mayo los tranquilos pinares de Valsaín se transformaron en un campo de batalla. Miles de soldados republicanos bajaron por las laderas de las montañas y con ellos los estruendos de las explosiones de la artillería y del fuego de ametralladora y de fusil. Los franquistas les estaban esperando. La carnicería estaba servida. Por un lado el ataque se dirigió al palacio de La Granja, donde se luchó cuerpo a cuerpo en sus magníficos jardines. Las fuentes y setos entre los que habían paseado generaciones de Borbones durante los meses de verano, se convirtieron en parapetos para los soldados y en improvisadas trincheras. El combate fue cruel. Los franquistas defendieron cada metro. Sabían que detrás de La Granja prácticamente estaba Segovia. No había más obstáculos que hubieran podido servir a la defensa.

Otro ataque republicano partió del Puerto de Navacerrada y, bajando por el valle del Eresma, tenía como objetivo el pequeño pueblo de Valsaín, el último de la sierra antes de la propia Segovia. En este sector del frente había dos cerros que, como dos columnas, dominaban desde sus altos la carretera desde el puerto: los cerros Matabueyes y del Puerco. Era fundamental para los republicanos tomar ambos para conseguir su objetivo. Y como en los jardines de La Granja, eran los últimos obstáculos naturales antes de la llanura que llevaba directamente a Segovia, a un tiro de piedra.

Gerda Taro reflejó el miedo de los soldados.
También aquí la lucha fue feroz. Los republicanos se estrellaban contra las defensas de los franquistas una y otra vez sufriendo enormes bajas. Muy pronto se hizo evidente que la ofensiva estaba sufriendo problemas serios. La aviación republicana no apareció. Sin apoyo aéreo, los aviones franquistas dominaron los cielos y atacaron a sus enemigos a placer. Desde el aire y desde las alturas de los cerros, la artillería y las ametralladoras sembraron los pinares de muerte. La fotógraga Gerda Taro, que acompañaba a los republicanos, retrató el miedo y el sufrimiento de los soldados. Heridos en camilla trasladados a la retaguardia, tanques escondidos entre los pinos para nos ser descubiertos por la aviación y, sobre todo, caras de preocupación mirando al cielo por si apareciera un caza que les pudiera ametrallar.

Tras cuatro días de combates los republicanos no consiguieron hacer retroceder a sus enemigos muy fuertemente atrincherados. La silueta de la catedral de Segovia se podía distinguir perfectamente en el horizonte, casi al alcance de la mano. Pero seguía demasiado lejos ante la tenacidad de la defensa franquista. La ofensiva fue cancelada. Más de 1.500 republicanos y 1.100 franquistas murieron. Segovia no había sido conquistada y los republicanos ni siquiera consiguieron su objetivo de distraer la ofensiva de Franco en el norte. Bilbao cayó el 19 de junio.


Un fracaso

La llamada ofensiva de La Granja fue un fracaso republicano y demostró las importantes deficiencias del Ejército Popular a la hora de organizar y llevar a cabo un ataque de grandes dimensiones. Sin embargo, sí consiguió asustar a los franquistas y convencerlos de que sus enemigos les podían golpear en cualquier momento y en cualquier lugar. Valsaín se convertiría en una fortaleza, en un cerrojo muy difícil de abrir para proteger Segovia durante el resto de la guerra y evitar sorpresas. Los cerros se fortificaron con parapetos y trincheras reforzadas por rocas. Se construyeron búnkeres y nidos de ametralladora, y una tupida red de trincheras en los pinares bloqueaba cualquier avance.

80 años después estas fortificaciones siguen vigilando la carretera de acceso desde los cerros. Sobre todo en el Cerro del Puerco se alza un complejo fortificado en perfectas condiciones de conservación. Incluso se puede leer las inscripciones que sus constructores escribieron en el cemento todavía fresco en el verano de 1937: “Viva España”, o los ingenieros de la “1ª Compañía de Sevilla” que firmaron el 7 de agosto de 1937, dos meses después de la batalla.


Desde entonces los pinares de Valsaín han recuperado la tranquilidad de siempre. Los fortines están vacíos y las trincheras abandonadas. Pero aún hoy, su presencia es etremecedora. Ocho décadas después, un gran símbolo de Falange tallado en la pared de hormigón de un búnker en la ladera del Cerro del Puerco sigue impertérrito y desafiante en su puesto, recordando que en ese lugar se libró una dura batalla en la que miles de hombres encontraron la muerte entre los pinos. 





  

6/4/16

La última bandera rebelde

El 4 de noviembre de 1865 se rindió el barco de guerra CSS Shenandoah, el último buque que mantenía en alto la bandera de los Estados Confederados de América. Hacía siete meses que los ejércitos del sur habían capitulado y la Confederación ya no existía, pero el CSS Shenandoah atravesó medio mundo esquivando a sus enemigos antes de arriar la última bandera confederada y entregarse en el puerto de Liverpool, Inglaterra.

En el siglo XIX las comunicaciones eran muy lentas. A pesar de la aparición del telégrafo o del tren, había lugares en el mundo en el que las noticias tardaban mucho en llegar. Uno de esos lugares eran las aguas del norte del Océano Pacífico, cerca de Alaska. Allí fue donde en agosto de 1865 un buque británico topó con el CSS Shenandoah, un barco de guerra confederado, y comunicó a su tripulación que la bandera que ondeaba en lo alto de su mástil era la bandera de un país que ya no existía. Hacía dos meses que los ejércitos del sur se habían rendido y los Estados Confederados de América habían desaparecido conquistados por las tropas de la Unión.

El CSS Shenandoah se encontraba en las gélidas aguas de Alaska a la caza de barcos mercantes y balleneros de los Estados Unidos de América, la única manera que tenían los confederados de intentar dañar a sus enemigos del norte en el mar. De hecho, los sudistas no tenían una flota de guerra de importancia, ya que ésta se quedo en manos de la Unión cuando en 1861 se produjo la secesión de los estados del sur. Prácticamente ningún barco de guerra de los EEUU se integró en la nueva marina confederada, así que no les quedó más remedio que construir y, sobre todo, comprar los buques en otros países.

Un barco construido por encargo
El CSS Shenandoah fue uno de esos barcos construidos por encargo. Salió a navegar en agosto de 1863 desde el puerto británico de Liverpool, donde fue construido con la Guerra de Secesión ya muy avanzada. Cuando se incorporó a la marina del sur no lo hizo a una flota grande y poderosa. Los barcos de guerra confederados luchaban en solitario, tratando de burlar y de escapar a los más numerosos barcos de guerra yanquis y  con la misión de atacar a los mercantes que abastecían a sus enemigos y robar sus mercancías para llevarlas a los puertos del sur.

Desde los primeros días de la guerra estos puertos sufrieron un bloqueo asfixiante por parte de sus enemigos que impidió que los confederados pudieran comerciar con el resto del mundo. Era el llamado Plan Anaconda, con el objetivo de ir asfixiando poco a poco a la Confederación que no pudo exportar ni importar ningún producto a no ser que fuera de manera irregular y prácticamente de contrabando, lo que resultó completamente insuficiente para abastecer a un país en guerra.

El papel del CSS Shenandoah era pues romper ese bloqueo y atacar a los barcos enemigos y devolverles el daño. Pero el esfuerzo resultó inútil, a pesar de hundir o apresar en total 38 barcos de todo tipo, en su mayoría balleneros.

Cuando llegó la noticia de la derrota del sur, la tripulación del CSS Shenandoah sabía que no podía volver a casa ya que serían hechos prisioneros. Así fue como se tomó la decisión de volver al puerto que lo vio nacer y pusieron rumbo a Liverpool, al otro lado del mundo. La travesía duró tres meses, atravesando los océanos Pacífico y Atlántico y esquivando las patrullas de los nordistas.

Finalmente, el 4 de noviembre de 1865 el buque llegó a su destino y entregó el barco a las autoridades británicas que decidieron no arrestar a la tripulación que no fue entregada a los nordistas. Una gran muchedumbre se congregó en el puerto para ver el último espectáculo de la Guerra de Secesión Americana y cómo se arriaba la última bandera de la Confederación que siguió ondeando siete meses después de la derrota.  


      

2/3/16

Verdún 1916: matar mucho para ganar la guerra

Las guerras siempre son experiencias horribles para los que las padecen. El sufrimiento y la angustia son las compañeras de sus víctimas, y la muerte es una posibilidad real e inmediata en cada momento. En la batalla de Verdún en 1916, en plena Primera Guerra Mundial, se dio un paso más y la muerte se convirtió en la causa de la lucha. El objetivo era matar mucho para ganar la guerra. Al final, tras casi un año de combates, más de un cuarto de millón de soldados resultaron muertos, y otros 750.000 fueron heridos. Una carnicería.  

Los combates en las guerras generalmente tienen como objetivo conquistar un territorio o una ciudad y utilizar esta conquista como base para ganar la contienda. Sin embargo, la ofensiva del ejército alemán en Verdún, norte de Francia en febrero de 1916 tenía un objetivo diferente: matar.

El general von Falkenhayn
El jefe del estado mayor imperial alemán, el general Erich von Falkenhayn, buscaba una manera de salir del embrollo estratégico en el que se había metido Alemania desde el inicio de la guerra en 1914. Entonces, la planificación militar ya preveía que Alemania se vería involucrada en una guerra en dos frentes, con los rusos en un lado, y los franceses en el otro. La única manera de ganar la guerra sería golpeando primero y venciendo con mucha rapidez a Francia, un país con recursos materiales y humanos más limitados que Rusia, para volverse después hacia el este y hacer frente al inmenso imperio de los zares. Este era el pensamiento fundamental del llamado ‘Plan Schlieffen’ que, sin embargo, falló en el verano de 1914 a pocos kilómetros de París.

Entonces ni los alemanes ni los aliados franceses y británicos tenían la fuerza suficiente para imponerse a sus enemigos y de la ofensiva y de la guerra de avances se pasó a las trincheras. Una inmensa red de trincheras desgarró Europa entre la costa belga y la frontera suiza. Millones de soldados se protegían con ametralladoras, artillería y alambres de espino, haciendo virtualmente imposible cualquier avance y convirtiendo toda ofensiva en una misión suicida. Así lo tuvieron que padecer los soldados de ambos bandos a lo largo del año 1915 en el que el frente no se movió apenas pocos kilómetros al precio de miles de muertos. Era una situación de empate que no se podía romper.

Este empate sería letal para Alemania a largo plazo, pensó el general von Falkenhayn. Con pocos recursos materiales para mantener una guerra a largo plazo, Alemania se iría desgastando poco a poco hasta perder la guerra si continuaba paralizada por las trincheras. Había que buscar una manera de sortear ese goteo de desgaste y forzar la situación utilizando las ventajas de Alemania sobre sus enemigos. ¿Y cuáles eran esas ventajas?: su población.


La demografía como arma de guerra

En 1910 Alemania tenía 58,5 millones de habitantes, mientras que Francia solamente tenía 41,5 millones. Pero lo realmente significativo era la evolución demográfica de ambos países: durante el siglo XIX el incremento de la población en Alemania había sido de 34 millones de personas, mientras que en Francia había sido de 14,6 millones. La tendencia era además muy favorable a Alemania, que en 1913 aumentó su población hasta los 67 millones (casi nueve millones más en tres años), mientras que Francia solamente creció hasta los 39,7 millones (menos de seis millones en tres años). Esta evolución demográfica se reflejaba también en los ejércitos, ya que Alemania podía presentar un ejército mucho más grande que los franceses.

Von Falkenhayn pensaba utilizar esta ventaja de manera macabra: atacar a los franceses en un lugar determinado, mantener la lucha causando muchas bajas y desangrarlos de tal manera que acabaran agotados y pidieran la paz. Aunque Alemania también sufriría enormes pérdidas, podría aguantarlas mejor que Francia. El objetivo era matar mucho para ganar la guerra.

Así fue como el 21 de febrero de 1916 el 5º Ejército alemán atacó en la zona del frente próxima a Verdún. No era una zona estratégicamente demasiado importante y además se encontraba muy bien defendida por una serie de fortificaciones. Al principio el ataque cogió por sorpresa a los franceses y los alemanes avanzaron algunos kilómetros. Incluso conquistaron a costa de muchas bajas algunos fuertes defendidos con uñas y dientes. Pero no llegaron a conquistar la propia ciudad de Verdún. A Falkenhayn le daba igual. El objetivo era desgastar a los franceses y estos picaron el anzuelo. Convirtieron la defensa de Verdún en una prioridad nacional y prácticamente todos los soldados franceses acabaron por pasar por ese infierno de bombas, polvo, balas, miedo y dolor porque se impuso un sistema rotativo por el cual las unidades que habían luchado allí eran reemplazadas por otras. Así el horror se quedó grabado en la mente de loa mayor parte del ejército francés.

Los alemanes atacaron con furia y los franceses se defendieron con valor. Más tarde fueron los franceses los que atacaron para recuperar el terreno perdido y los alemanes se defendieron con tenacidad hasta que en diciembre de 1916, casi un año después de que empezara la batalla, ambas partes dejaron de atacarse cuando el frente prácticamente llegó al mismo punto desde donde había empezado la lucha.

Pero mientras tanto habían muerto más de un cuarto de millón de soldados, 167.000 franceses y 150.000 alemanes, y otros 750.000 fueron mutilados o heridos. Más de un millón de víctimas. Cuando acabó la batalla de Verdún Von Falkenhayn ya no era el jefe del Estado Mayor alemán. Había dimitido meses antes, en agosto de 1916, porque las críticas por las enormes bajas que estaba provocando su estrategia eran cada vez más fuertes.


Finalmente los franceses aguantaron la presión, pero el cálculo de Von Falkenhayn estuvo a punto de cumplirse un año después de la batalla de Verdún: en mayo de 1917 estallaron una serie de motines en el ejército francés. Los soldados, muchos de ellos veteranos de Verdún, estaban cansados de la guerra y pedían la paz. Al final no lo consiguieron, pero sí evidenciaron que Francia estaba agotada. Solamente aguantó hasta el final de la Primera Guerra Mundial gracias a la ayuda de sus aliados británicos y de los EEUU que entraron en guerra justo para evitar el derrumbe y ganar definitivamente el conflicto.

30/1/16

Cuatro días de mayo

A veces lo imposible se convierte en realidad, como cuando dos enemigos encarnizados olvidan por un momento sus diferencias para luchar por una causa común. Es lo que ocurrió en Alemania en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, durante cuatro días en mayo de 1945, cuando un grupo de soldados soviéticos y un destacamento de soldados alemanes se aliaron para defender juntos un sanatorio infantil que iba a ser asaltado y saqueado por otros soldados soviéticos.

En mayo de 1945 Alemania había perdido irremediablemente la guerra. Hitler se había suicidado en su búnker en Berlín y el ejército alemán se estaba desintegrando por instantes. Sus enemigos habían penetrado profundamente en el país y ya eran muchos más los territorios alemanes ocupados por soviéticos, norteamericanos, británicos y franceses que aquellos lugares donde todavía ondeaba la bandera de la cruz gamada.

En esas fechas solamente existía un objetivo para los soldados y civiles alemanes: huir de los rusos hacia el oeste y rendirse a los aliados occidentales. Sentían verdadero pánico de caer en manos de los soviéticos. Temían la venganza que los millones de soldados del Ejército Rojo estaban ejecutando en respuesta a las atrocidades cometidas durante los años de ocupación alemana de la URSS, donde la tierra fue quemada y a la población explotada y casi aniquilada. Desde enero de 1945, cuando los soviéticos entraron en tromba en Alemania, la tierra también fue calcinada y la población también fue aniquilada. Millones de mujeres fueron violadas, casi todos huyeron y los que se quedaron y lograron sobrevivir fueron expulsados de sus casas que pronto ocuparían otras personas.

En mayo de 1945 la ofensiva soviética había llegado a la isla de Rügen, en el Mar Báltico. No había ninguna resistencia militar organizada. Los pocos soldados alemanes que seguían luchando solamente aspiraban a conseguir un barco para llegar a la cercana Dinamarca y rendirse allí a los británicos. La población civil había huido o estaba indefensa, como la del sanatorio infantil en el que vivían exclusivamente niñas y adolescentes y que fue ocupado por un pelotón de reconocimiento soviético.

A diferencia de otros lugares, en este caso los soldados se comportaron con corrección y no hubo ni violaciones ni saqueos. Eran veteranos muy disciplinados mandados por un oficial cuyo único objetivo era conseguir que sus hombres sobrevivieran con dignidad a la guerra que estaba terminando. Pero no solamente no hubo ningún acto de represalia violenta, sino que los rusos confraternizaron con las muchachas del sanatorio y con su directora que hablaba ruso.

Pero la calma pronto se vio turbada con la llegada de más soldados soviéticos mandados por un oficial superior, esta vez con el ánimo de ejercer el “derecho de conquista” a las menores. Fueron rechazados y expulsados por los soldados de reconocimiento, que decidieron atrincherarse en el sanatorio para repeler la venganza que muy seguramente no tardaría en producirse.

Para ello contaron con la ayuda de los soldados alemanes que querían huir a Dinamarca. Soviéticos y alemanes compartiendo trincheras y ansiedad ante el ataque que se aproximaba, arriesgando la vida en las últimas horas de la Segunda Guerra Mundial en una alianza contra natura tras cuatro años de guerra atroz y sin cuartel para defender a unas niñas. Y el ataque no tardaría en producirse.


El director alemán Achim von Borries ha llevado esta historia al cine con el título “Cuatro días de mayo”. Su final es mejor verlo que leerlo.