Hace cuatro siglos
Holanda era la reina del comercio mundial. Desde el puerto de Ámsterdam los
barcos neerlandeses surcaban todos los océanos del planeta en busca de mercancías
con las que hacer negocios, daba igual lo lejos que tuvieran que navegar. Había
holandeses en el Báltico, en Brasil, el Caribe, América del Norte, África, la
actual Indonesia, Australia. Incluso en Japón. Pero, a diferencia de todos los
demás lugares, el comercio con el imperio del sol naciente tenía una
peculiaridad: se hacía en una diminuta isla artificial construida ex profeso.
Los holandeses no podían salir de ella, eran los japoneses los que elegían
cuándo y cuánto comerciar.
Esta isla artificial se
llamaba Deijima y se construyó en la bahía frente a la hoy tristemente famosa
ciudad de Nagasaki. En un principio estaba destinada a cobijar a los
portugueses, otro pueblo comerciante que, un siglo antes que los holandeses, se
aventuró por los mares asiáticos en busca de fortuna y mercancías. Sin embargo,
los portugueses cometieron el error de intervenir en la política japonesa.
En 1637 se produjo una
rebelión contra el Shogunato Tokugawa, la dinastía feudal que controlaba el
imperio. Fue una lucha feroz en la que los cristianos japoneses -una minoría en
ascenso por el trabajo misionero de los jesuitas principalmente- apostaron por el bando perdedor. Un año más
tarde fueron derrotados y aplastados, y el cristianismo fue proscrito en Japón.
Los portugueses habían apoyado a los cristianos desde la isla, y como castigo
fueron expulsados.
Los holandeses, en ese
momento en guerra contra los católicos en Europa y prácticamente a nivel
mundial, apoyaron al Shogunato Tokugawa y como premio ocuparon el lugar de los
holandeses. A partir de 1641 los portugueses abandonaron Deijima y sus
instalaciones pasaron a formar parte de la inmensa red de factorías y puestos
comerciales de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.
Miedo
a la influencia extranjera
Las reglas del comercio
eran claras: los holandeses no podían abandonar la isla para ir a puerto y
entrar en Japón. Los Tokugawa temían cualquier influencia extranjera en el “suelo sagrado”
japonés. Solamente permitían cierto intercambio comercial, pero vigilaban muy
estrechamente que ningún elemento que pudiera perturbar del orden social y
religioso japonés entrara en su territorio.
Los libros con las
nuevas ideas y pensamientos que estaban surgiendo en Europa no podían entrar en
Japón, ni tampoco los ritos religiosos; de hecho en Deijima estaba prohibido
realizar cualquier ceremonia religiosa que pudiera ser copiada. Solamente
algunos libros de ciencia podían cruzar el estrecho y vigilado puente que unía
la isla con el puerto, y solamente para consumo del gobierno.
Los Tokugawa sellaron
Japón de cualquier influencia extranjera, y durante dos siglos Deijima fue la
única ventana hacia el exterior, una ventana que solamente podían utilizar los
holandeses. Pero tampoco tenían libertad para hacerlo a su antojo. Los Tokugawa
decidían cuántos barcos podían arribar cada año y limitaban así la llegada de
mercancías y el intercambio. Al principio llegaban unos siete barcos al año, pero
en el S. XVIII el número se limitó a solamente dos, e incluso sólo uno a
finales de ese siglo. Muy pocos para hacer de Deijima un lugar próspero y
mundialmente atractivo, y demasiado pocos para permitir a Japón acceder a los
avances científicos y sociales de la época.
En el S. XIX, mientras
que en Europa ya se habían producido revoluciones, políticas y de desarrollo
industrial, y el feudalismo estaba siendo erradicado, Japón se encontraba cada
vez más aislado y atrapado en una sociedad agraria tradicional y controlada por
poderosas familias feudales sin ningún cambio con respecto a siglos atrás. El
mundo estaba evolucionando y el poder industrial se estaba imponiendo a las
sociedades tradicionales. Y Japón no iba a ser una excepción. En 1853 el
comodoro estadounidense Matthew Perry ancló su escuadra de combate en la bahía
de Tokio y obligó a los Tokugawa a abandonar su política de aislamiento y a
abrir al Japón al comercio mundial. Al final el progreso se impuso por la
fuerza.
El puesto holandés de
Deijima ya no tenía sentido. Una vez abiertas las fronteras y permitido el
comercio ilimitado del resto de países, los holandeses ya no tenían el monopolio
y las restricciones desaparecieron. Además, hacía ya mucho tiempo que los
Países Bajos habían dejado de ser una gran potencia comercial. Los días de los
holandeses en Deijima estaban contados. El último fue el 28 de febrero de 1860.
No hay comentarios:
Publicar un comentario