
Esta isla artificial se
llamaba Deijima y se construyó en la bahía frente a la hoy tristemente famosa
ciudad de Nagasaki. En un principio estaba destinada a cobijar a los
portugueses, otro pueblo comerciante que, un siglo antes que los holandeses, se
aventuró por los mares asiáticos en busca de fortuna y mercancías. Sin embargo,
los portugueses cometieron el error de intervenir en la política japonesa.
En 1637 se produjo una
rebelión contra el Shogunato Tokugawa, la dinastía feudal que controlaba el
imperio. Fue una lucha feroz en la que los cristianos japoneses -una minoría en
ascenso por el trabajo misionero de los jesuitas principalmente- apostaron por el bando perdedor. Un año más
tarde fueron derrotados y aplastados, y el cristianismo fue proscrito en Japón.
Los portugueses habían apoyado a los cristianos desde la isla, y como castigo
fueron expulsados.
Los holandeses, en ese
momento en guerra contra los católicos en Europa y prácticamente a nivel
mundial, apoyaron al Shogunato Tokugawa y como premio ocuparon el lugar de los
holandeses. A partir de 1641 los portugueses abandonaron Deijima y sus
instalaciones pasaron a formar parte de la inmensa red de factorías y puestos
comerciales de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.
Miedo
a la influencia extranjera
Las reglas del comercio
eran claras: los holandeses no podían abandonar la isla para ir a puerto y
entrar en Japón. Los Tokugawa temían cualquier influencia extranjera en el “suelo sagrado”
japonés. Solamente permitían cierto intercambio comercial, pero vigilaban muy
estrechamente que ningún elemento que pudiera perturbar del orden social y
religioso japonés entrara en su territorio.

Los Tokugawa sellaron
Japón de cualquier influencia extranjera, y durante dos siglos Deijima fue la
única ventana hacia el exterior, una ventana que solamente podían utilizar los
holandeses. Pero tampoco tenían libertad para hacerlo a su antojo. Los Tokugawa
decidían cuántos barcos podían arribar cada año y limitaban así la llegada de
mercancías y el intercambio. Al principio llegaban unos siete barcos al año, pero
en el S. XVIII el número se limitó a solamente dos, e incluso sólo uno a
finales de ese siglo. Muy pocos para hacer de Deijima un lugar próspero y
mundialmente atractivo, y demasiado pocos para permitir a Japón acceder a los
avances científicos y sociales de la época.

El puesto holandés de
Deijima ya no tenía sentido. Una vez abiertas las fronteras y permitido el
comercio ilimitado del resto de países, los holandeses ya no tenían el monopolio
y las restricciones desaparecieron. Además, hacía ya mucho tiempo que los
Países Bajos habían dejado de ser una gran potencia comercial. Los días de los
holandeses en Deijima estaban contados. El último fue el 28 de febrero de 1860.
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