El
30 de enero de 1648 se firmó la paz entre la monarquía
hispánica y la república de las Provincias Unidas, los actuales Países Bajos.
La guerra había durado ochenta largos y costosísimos años. Comenzó como una rebelión
calvinista contra el catolicismo de Felipe II y terminó siendo una lucha por la
hegemonía militar y comercial por todo el mundo. Al final los Países Bajos
consiguieron su independencia y España certificó el fin de su época de
esplendor.
La ciudad
alemana de Münster era un hervidero. Representantes de los reinos y provincias
de toda Europa estaban negociando el fin de las guerras que llevaban décadas
asolando el Viejo Continente. Aunque la guerra que centraba su atención era la
que de los Treinta Años, se negoció también la paz en otros conflictos
relacionados como el que mantuvo en guerra a la monarquía hispánica con los
Países Bajos durante ochenta años.
La paz acabó sellando
algo que hacía mucho tiempo que era una realidad. Los antiguos súbditos
holandeses del rey de España dejaron de serlo legalmente y se reconoció su
independencia. También se reconoció así la partición de los territorios de los
Países Bajos entre un norte independiente y calvinista, y un sur católico y
gobernado por los Habsburgo españoles, la futura Bélgica.
Durante ochenta años -incluyendo
una tregua de doce años entre 1609 y 1621- la guerra de Flandes fue una obsesión
para los reyes españoles y un costosísimo conflicto militar imposible de ganar
y que abocaba al imperio a unos gastos inasumibles.
Empezó en 1568 como una
rebelión de los calvinistas contra la política de ultracatólica de Felipe II.
Querían libertad religiosa y el fin de la Inquisición en sus territorios. Pero
en vez de negociar, el rey mandó al Duque de Alba y a sus tercios para imponer
el orden. Fue contraproducente, ya que en vez de atemorizar a los rebeldes
despertó su espíritu de resistencia. Los soldados saquearon las ciudades y
decapitaron a los principales nobles rebeldes y el duque trató a la población
con tanta dureza que aún hoy se le recuerda con pavor.
La guerra fue
complicándose más y más y acabó alargándose en el tiempo. A finales del S. XVI
no era posible una guerra rápida y sobre todo barata. Las nuevas armas, los
cañones, los arcabuces y las picas de los tercios eran, en general, armas
defensivas. Además, muchas ciudades contaban con fortificaciones y sistemas
defensivos muy elaborados siguiendo el nuevo diseño de la traza italiana (muros
inclinados en forma de estrella para evitar los efectos de los cañones), lo que
obligaba a largos asedios antes de conquistar una ciudad, y en Flandes había
muchas ciudades fortificadas. Así que para conquistar los Países Bajos había
que asediar las ciudades de una en una, lo que podía durar meses en cada caso,
y se necesitarían muchos años para completar la conquista.
Una guerra muy cara
Hacía falta mucha
paciencia y tiempo para ganar esa guerra, y tiempo significaba dinero. A la
monarquía hispánica la guerra en los Países Bajos le costó una fortuna inmensa.
No sólo se tenía que mantener un ejército mercenario a centenares de kilómetros
de las bases principales en Castilla e Italia, sino que había que pagarlo con
puntualidad si se querían evitar rebeliones y saqueos contra la población
civil, como ocurrió en 1576 cuando los tercios saquearon Amberes al no recibir
su paga. Lo hicieron con tanta saña que aún hoy se recuerda a la “furia
española” que se desató sobre la ciudad.
De hecho, más de una
vez los éxitos militares de los tercios se vieron anulados porque los soldados
se dedicaron a robar y matar a la población civil en vez de seguir avanzando y
terminar de derrotar a su enemigo. No fue pues una guerra solamente costosa en
dinero, ya que su crueldad segó la vida a entre 230.000 y dos millones de
personas a lo largo de los años en los que las tierras fueron saqueadas y las
ciudades devastadas.
El 'Camino español' |
Y también fue costosa
en términos políticos. Debido a que la ruta por mar era muy peligrosa, para
poder mantener abiertas las vías de comunicación y de suministro con los Países
Bajos, el imperio español estaba obligado a mantener una serie de territorios
en Italia, Francia y el Rhin que conformaban lo que se conocía como el “camino español”, una ruta de 1.000 kilómetros entre Milán y Bruselas por donde
transitaban los refuerzos, los mensajes y, sobre todo, el dinero para los
soldados.
Era una ruta muy cara
de mantener porque se necesitaban a su vez soldados e influencia política sobre
otros países para y protegerla. Es decir, para poder mantener la presencia
española en Flandes había que mantener la presencia española en Italia y
controlar a Francia. Todo un rompecabezas geopolítico para garantizar la
llegada de soldados a un frente de combate eterno que engullía cada vez más
vidas y dinero.
Poco a poco los
galeones con los tesoros de las Indias fueron a parar casi directamente a pagar
la guerra en Flandes en detrimento de las necesidades de otros lugares del
imperio, y acabó por suceder lo inevitable: la bancarrota. La monarquía tuvo
que declarar públicamente su ruina en varias ocasiones: 1575, 1596, 1607, 1627
y en 1647.
Pero la guerra no sólo
afectaba a los territorios europeos de la monarquía hispánica. Los holandeses
crearon una temible flota y expandieron su comercio por todo el mundo amasando
una riqueza increíble con la que resistieron a los ataques españoles. Tal era
la hipocresía en ambas partes que era normal que los comerciantes holandeses
incluso hicieran sus negocios en la propia Sevilla, entonces el puerto
comercial más importante de Castilla. Sin embargo, otras veces esos
comerciantes llegaban con cañones y atacaban las colonias españolas y también
portuguesas una vez que Portugal pasó a formar parte de la colección de reinos de Felipe II en 1580.
Una guerra mundial
'La recuperación de Bahía', de Maíno. |
La guerra entre los
holandeses y la monarquía hispánica se amplió y se acabó desarrollando en medio
mundo hasta convertirse en una especie de guerra mundial. Se luchó en Bahía,
Brasil, en el Océano Índico e incluso en las lejanas islas de Filipinas y en Indonesia, en las
islas de las especies, fundamentales para controlar el comercio internacional.
Los holandeses fueron construyendo un imperio comercial principalmente a costa
de las colonias y acabaron por adquirir colonias propias en Asia (Indonesia),
África (Ciudad del Cabo) y en Sudamérica (Surinam).
También consiguieron
aliados que ampliaron el número de intervinientes en la guerra y la lista de
enemigos de España. Por ejemplo la Inglaterra protestante de Isabel I que
Felipe II trató de derrotar con su Armada Invencible. Esta ampliación del
conflicto aumentó aún más los costes de la guerra para la monarquía hispánica y
provocó la destrucción de la flota que de “invencible” pasó a derrotada y aniquilada
en 1588.
Los españoles mandaron
a sus mejores soldados y generales a luchar a Flandes y estuvieron a punto de
vencer, pero nunca tuvieron el tiempo o el dinero suficiente para rematar la
faena. Después del Duque de Alba los comandantes fueron Juan de Austria, Luis de Requesens, Alejandro Farnesio o Ambrosio Spínola, el general que conquistó
Breda en 1625. Precisamente esta sería la última gran victoria de la monarquía
hispánica en la guerra, inmortalizada por Velázquez en su célebre cuadro de “Las
lanzas”. Después de Breda llegó el estancamiento y la derrota.
En 1639 la flota
española fue destrozada (por segunda vez desde 1588) en la Batalla de las Dunas
y en 1643 los tercios españoles, la mejor infantería del mundo hasta ese
momento, fue derrotada en Rocroi por los franceses. Arruinado, sin flota y sin
ejército, con las rebeliones de 1640 en Portugal y en Cataluña amenazando la
propia existencia de la monarquía, y con una guerra con Francia desde 1635 que
amenazaba las fronteras, el rey Felipe IV no podía mantener la lucha en Flandes
y la consecuencia fue la paz tras ochenta años de lucha.
¿Una guerra por la
reputación?
La pregunta es, ¿por
qué tardó la monarquía tantos años en firmar la paz y en reconocer la
independencia de las Provincias Unidas? ¿Por qué asumió este coste tan
terrible? ¿Tenía sentido? Desde nuestro punto de vista en el S. XXI no. Pero es
distinto si se mira a través del prisma de los siglos XVI y XVII en los que la
reputación era crucial para mantener con vida los reinos y el poder de los
monarcas. Los Países Bajos eran una herencia que Felipe II había recibido de su
padre Carlos V, y éste a su vez lo había recibido de su padre Felipe el
Hermoso. El propio Carlos V había nacido en Gante y Felipe II había aprendido
el arte del gobierno siendo el representante de su padre en esa zona antes de
asumir el trono en 1556.
'La rendición de Breda' , de Velázquez |
Existía pues una clara
causa sentimental por parte de la monarquía para mantener el control de estos
territorios. Pero había algo más. Tanto Felipe II como sus sucesores eran reyes
de diferentes reinos. Es decir, eran reyes de Castilla, Aragón, Portugal,
Nápoles, Sicilia, duques de Milán y de Borgoña, etc. Su imperio no era un
estado compacto y centralizado sino una colección de reinos, cada uno con sus
leyes, idiomas, cultura y tradiciones diferentes, y cada uno unido al resto
solamente por su lealtad a su rey común. Esa lealtad podía romperse en
cualquier momento si la reputación del monarca se resentía. Y Felipe II lo
sabía.
Por eso no permitió la
libertad religiosa y la retirada de la Inquisición que le pedían sus súbditos
holandeses en 1568, porque esa libertad se habría interpretado como debilidad y
porque no podía consentir que en sus dominios vivieran súbditos protestantes
mientras él se presentaba como el defensor del catolicismo y de la
Contrarreforma.
Fue una lucha por la
reputación de la monarquía, y finalmente fue precisamente el enorme coste de la
guerra lo que provocó la pérdida de esta reputación y a la decadencia del
imperio.
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