“¡Soldados! ¡Desde lo alto de esas Pirámides, cuarenta siglos os contemplan!” Esta frase célebre la dijo Napoleón el 21 de julio de 1798 horas antes de derrotar completamente a los mamelucos y de conquistar Egipto en lo que se llamaría la batalla de las pirámides –aunque la lucha se desarrolló en realidad a bastantes kilómetros de estos monumentos. La de las pirámides fue una de las victorias históricas del general corso que le acompañarían en un ascenso meteórico que no cesaría hasta 17 años más tarde en otro campo de batalla, en Waterloo. Pero ¿qué hacía Napoléon Bonaparte en el desierto ese verano de 1798?
La campaña de Egipto es una de las más exóticas y curiosas de la historia militar europea, y sobre todo, marcó el inicio de una nueva etapa en la relación entre Europa y Oriente Medio. Francia era una república desde que ejecutó a su rey Luis XVI en 1793 y su ideología se resumía en el eslogan revolucionario: Libertad, igualdad, fraternidad.
Esto no solamente se aplicaba a Francia, sino que la antorcha revolucionaria debía ser llevada a los demás países sonde las personas vivieran oprimidas por los clérigos y las monarquías absolutas y despóticas. Por eso los ejércitos revolucionarios entraron en Alemania, Países Bajos y en Italia. Ahora le tocaba el turno a Egipto, y de paso se asestaría un golpe a los ingleses al interrumpir sus comunicaciones con la India y se alejaría al joven y exitoso general Bonaparte de una Francia cada vez más convulsa que empezaba a buscar un líder fuerte.
En 1798 Egipto era una provincia lejana y abandonada del Imperio Otomano. Estaba gobernada por los mamelucos, una casta guerrera inculta y avariciosa que mantenía a las tierras del Nilo en la más absoluta pobreza, tanto material como intelectual. Esta circunstancia había sido observada y denunciada por un puñado de viajeros europeos que habían recorrido la zona. Sobre todo les atormentaba pensar cómo era posible que la tierra que fue la cuna de la civilización estuviera sumida en el abandono y la ruina. ¿Cómo era posible que los descendientes de imperios tan poderosos no conservaran nada de su antigua gloria? ¿Cómo podía ser que la tierra del antiguo Califato de Bagdad, cuna de filósofos, matemáticos y poetas, estuviera sumido en la ignorancia? ¿Estaba el nuevo imperio francés condenado a sufrir el mismo destino?
La respuesta que se daban los mismos franceses era no, y había una causa: La revolución se basaba en la razón, la ciencia y la libertad. La decadencia en el Imperio Otomano, en cambio, se explicaba porque sus habitantes vivían al capricho de su sultán y amordazados por el Islam. Trono y religión, las mismas cadenas que habían mantenido a los franceses maniatados hasta que se rebelaron. Ahora llevarían el progreso a Egipto para recuperar su antiguo esplendor. Aunque los egipcios no quisieran.
Napoleón reunió una flota de casi 400 barcos y un ejército de casi 40.000 soldados para conquistar el país del Nilo y los corazones y mentes de sus habitantes. También se llevó a 167 investigadores: biólogos, ingenieros, arqueólogos, geógrafos, historiadores... encargados de llevar la Ilustración a Oriente. La expedición estaba lista. El llamado Ejército de Oriente estaba preparado y su comandante aspiraba a emular la gesta de su ídolo Alejandro Magno. La aventura había comenzado.
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