Castilla
“no fue una civilización duradera, basada en la agricultura, la industria y el
comercio; fue un florecimiento circunstancial; la industria y el comercio
(sederías, pañerías, boneterías, guanterías) vivían a la sombra de este súbito
renacimiento, y se deshicieron de un golpe, rápidamente, en cuanto los motivos
del engrandecimiento cesaron” (Azorín).
José
Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido como Azorín, escribió a principios
del S. XX, hace ya más de cien años, una serie de ensayos sobre Castilla que
fueron publicados en la prensa. Como buen miembro de la generación del 98,
buscaba la regeneración de España y para ello era precisa la crítica y abrir el
debate sobre los problemas que azotaban el país. Y era en las provincias de las
entonces Castilla la Vieja y Castilla la Nueva donde mejor se percibía la
necesidad de esa regeneración.
La
descripción que hizo de las ciudades, pueblos y campos castellanos es
descorazonadora. Sus escritos hablan de un paisaje cruel, seco y duro, de unas
ciudades empobrecidas y de unos pueblos semidesiertos en los que no faltan
iglesias y palacios abandonados y en ruinas, testigos de un pasado de esplendor
que ya sólo es historia.
Hablan
también de unas costumbres atrasadas, ligadas a la tradición y cerradas al
progreso, y de una sociedad abocada a la angustia y al sufrimiento que
solamente conoce consuelo en la religión. Hablan, en definitiva, de una tierra
que fue el centro de uno de los mayores imperios de la historia y que acabó
siendo un lugar de hambre y de miseria.
“¿Cómo
todas estas viejas ciudades han muerto? ¿Cómo estas mesetas centrales, que
fueron antes el asiento de toda la grandeza y fortaleza de España, han llegado
a la ruina presente?”, se preguntó Azorín, que recordó que “hubo un tiempo en
estas ciudades muertas fueron poderosas: fue en los días del Renacimiento,
antes que los Reyes Católicos explayasen su política infausta”.
Un esplendor fugaz
Castilla
vivió unos años de esplendor fugaz. “Son los días que preceden al advenimiento
de los Reyes Católicos”, explicó Azorín: “Castilla está recogida sobre sí
misma. No tiene comunicación con el mar por Levante ni por el Mediodía; los
aragoneses poseen y explotan separadamente los puertos de su Corona; los
moriscos de Granada cierran y turban el comercio marítimo de las costas
mediterráneas; sólo hay una salida para el tráfico castellano: el litoral
cantábrico, y he aquí cómo van esparciéndose por esta región amiga los
emprendedores castellanos, y cómo van fundando estas casas solariegas que hoy
admiramos, las más rancias, las más castizas de toda España, en las que
familias de vulgares apellidos castellanos iban perpetuándose y dejando a la
par su apelativo vulgar, para tomar el del pueblo en que se aposentan”.
Azorín, pintado por Zuloaga. |
Son
buenos tiempos, pero en el esplendor se esconde también la causa de la
decadencia. “Florecen un momento las industrias; crece el comercio.
Rápidamente, las ciudades, con su opulencia, absorben la población rural, y
quedan las tierras sin cultivo. La decadencia va a comenzar”, advirtió Azorín: “los
campos están desiertos; las vinculaciones civiles y la amortización
eclesiástica han acaparado las tierras, juntándola en enormes extensiones, y
sustrayendo las pequeñas heredades a la circulación libre del comercio; las
asociaciones gremiales de industriales comienzan a extremar su opresión infecunda.
Han llegado a su grado máximo la población y la riqueza. La decadencia va a
iniciarse”.
“Toda esta
vida estruendosa, jocunda y fuerte, dura un momento, acaso medio siglo. ¿Por
qué?”, se preguntó Azorín. “¿Cómo se explica esta vertiginosa opulencia que ha
cubierto de ciudades y palacios las mesetas centrales y ha desaparecido en un
instante, dejando silenciosos los palacios y las ciudades?”
Para
Azorín, los culpables son los mismos que los libros de historia celebran como los
padres de la unión de España: “Los Reyes Católicos han surgido en nuestra
Historia; con la unión de las dos coronas, la de Castilla y la de Aragón,
quedan francos a los castellanos los puertos de Levante; con la expulsión de
los moriscos ya está expedito el comercio en Andalucía; con el descubrimiento
de las Indias, Sevilla, punto de partida y de arribada de las expediciones transatlánticas,
absorbe poderosamente hacia sí toda la energía interior de España. ¿Se
comprende cuan instantáneamente debieron de despoblarse y arruinarse todos
estos pueblos de las mesetas? ¿Se ve la rápida carrera de comerciantes,
banqueros e industriales, a través de los llanos interiores, para ganar los
puertos de donde las naves zarpan con rumbo a los países maravillosos?”
La
unión de las coronas castellana y aragonesa, el inicio de la supuesta etapa de mayor
esplendor de la historia de España, fue también el principio del fin, según
Azorín. Y las consecuencias, trágicas y duraderas. “Fue un instante; los
campos, desiertos a causa del anterior éxodo rural hacia el poblado,
permanecieron yermos; los conventos y los mayorazgos continuaron acaparando en
sus manos inactivas; los Reyes Católicos oprimen y atosigan la industria con
sus Ordenanzas gremiales, bárbaramente exactoras y restrictivas. Y así, con
esta desolación y con esta pobreza, fueron cerrándose poco a poco los caserones
con sus portadas blasonadas, y fueron poco a poco extinguiéndose los ilustres
linajes de los hidalgos…”
Citas
del ensayo “La decadencia” (1904). Publicado en “Castilla”, Colección Austral,
editorial Espasa Calpe, 2001.
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