Juramento de la sala del juego de pelota |
El
17 de junio de 1789, hace hoy 225 años, se produjo un hecho histórico fundamental
para la historia de Europa y del mundo. Ese día, en Francia, los representantes
del llamado Tercer Estado decidieron que había llegado la hora de que el rey
asumiera que su poder era consecuencia de la voluntad nacional y no divina. Proclamaron
la Asamblea Nacional y con ello su capacidad para representar a toda la nación
francesa y convertirse así en la fuente de legitimidad del poder político. Ese
día, el Antiguo Régimen de la monarquía absoluta que había instaurado el
poderosísimo Luis XIV, empezó a morir. Había comenzado la Revolución Francesa.
El clérigo francés y
representante de los Estados Generales, Emmanuelle J. Sieyès, escribió: “¿Qué
es el tercer estado? TODO. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político?
NADA. ¿Cuáles son sus exigencias? LLEGAR A SER ALGO”. Eso es exactamente lo que
ocurrió el 17 de junio de 1789.
La Francia del Antiguo
Régimen era una monarquía absoluta, lo que quiere decir que el rey tenía el
poder total. No había nadie como él. Solamente Dios estaba por encima, y de
hecho el rey gobernaba teóricamente por su voluntad. El rey lo era “por la
gracia de Dios”, ni mucho menos gracias a la voluntad o al consentimiento de
sus súbditos. La soberanía, la legitimidad de su poder residía en la gracia
divina, lo que en la práctica permitía al rey hacer y deshacer a su antojo, ya
que si el rey era el único transmisor de la voluntad de Dios, ¿cómo se podía comprobar
que los actos del rey contravenían el deseo divino? Imposible.
Aunque este tipo de
gobierno se teorizó y se trató de poner en práctica durante mucho tiempo en
diferentes lugares de Europa, fue en la Francia de finales del S. XVII donde se
aplicó a su manera más clásica con el rey Luis XIV, el llamado “rey sol". Fue
la primera vez que los diferentes estamentos sociales del reino se veían
subordinados al monarca y que el control de éste sobre sus súbditos era total.
La sociedad del Antiguo
Régimen se dividía entre los llamados tres estados: la nobleza, el clero y el
resto, formado por la burguesía, los artesanos urbanos y los campesinos, que
eran la inmensa mayoría de la población como en cualquier economía basada en la
agricultura como la francesa del S. XVIII. Aunque el rey era el señor absoluto
y solamente le debía obediencia a la voluntad divina, esos tres estados tenían
un lugar en el que se podían reunir si les convocaba el rey: los Estados
Generales. Pero como el rey no los necesitaba para gobernar, nunca los convocó.
De hecho no lo fueron desde 1614. Pasaron casi dos siglos sin ser convocados,
hasta que el rey se arruinó.
El rey se arruina
Luis XVI |
Durante el S. XVIII
Francia estuvo prácticamente en guerra constante contra sus vecinos. En la
segunda mitad del siglo, la Guerra de los Siete Años fue especialmente dura y
acabó con una derrota aplastante de los franceses, que perdieron sus colonias
en América del Norte, prácticamente toda Canadá y gran parte de lo que hoy son
los EEUU, que fueron a parar a manos de sus enemigos los británicos. La
revancha llegó poco después con la Guerra de la Independencia americana, un
conflicto que los británicos perdieron gracias a la ayuda francesa a los rebeldes americanos. Fue una gran satisfacción para el rey francés Luis XVI,
pero el precio fue la bancarrota.
A pesar de que el rey
era absoluto y de que podría haber decidido crear nuevos impuestos o aumentar
los ya existentes para recuperar su tesoro, la prudencia recomendaba que esa
subida de impuestos fuera consensuada con los representantes de los Estados Generales.
Fue así que el rey los convocó el 5 de mayo de 1789 en su palacio de Versalles.
Cuando el ministro de finanzas Necker expuso la situación, los diputados del
Tercer Estado supieron que había llegado su momento. ¿El rey quería su consenso
para aprobar más impuestos? Entonces tendría que negociar.
Una representación injusta
Los Estados Generales estaban compuestos por los diputados de los tres estados, pero su composición no
era proporcional al número de los representados reales en cada estado. Así, de
los 1139 diputados de 1789, 291 eran clérigos, 270 nobles, y 578 representaban
al Tercer Estado a pesar de que conformaban el 97% de la población. Además, y
esto era lo realmente injusto, las votaciones se decidían por el voto cerrado
de cada estado. Así, si el Primer y Segundo Estado votaban juntos, lo que solía
ser lo habitual, el Tercer Estado perdía dos a uno, a pesar de ser más
diputados. Era un sistema pensado para que siempre ganara la nobleza y el
clero. Pero en 1789 el ambiente ya estaba maduro para exigir cambios.
Caricatura sobre los tres estados. |
Los diputados del
Tercer Estado, sobre todo los burgueses, sabían que el dinero que quería el rey
surgiría principalmente de sus bolsillos. Por eso exigían que, ya que debían
pagar, al menos deberían tener la capacidad de poder influir en su gasto. Querían participar en política a pesar de que
ese privilegio les estaba vetado por su origen social. En el Antiguo Régimen
era la sangre la que valía en última instancia, no la fortuna.
Además, los diputados
del Tercer Estado sabían que el rey había convocado los Estados Generales como
una excepción. Luis XVI sólo quería conseguir el dinero y volver a desconvocarlos
para no tener que reunirlos nunca más. Los diputados del Tercer Estado querían
impedirlo y conseguir que los Estados Generales se quedaran para poder sí
participar en la toma de decisiones. ¿Cómo hacerlo?
La clave estaba en la
legitimidad del poder político, el origen de la soberanía. Mientras el poder
del rey siguiera basándose en la gracia divina, el rey no tendría que rendir
nunca cuentas a los diputados. Sin embargo, si los diputados se convertían en los
representantes de la soberanía, el rey estaría obligado a consultarles y podrían
influir en política.
Para que los diputados fueran
los representantes de la soberanía había que realizar un acto muy arriesgado:
los Estados Generales debían transformarse en algo más que la simple representación
de cada uno de los estamentos sociales, debían convertirse en la representación
de toda la nación. Para ello había que cambiar todo el mecanismo de
legitimación del poder que existía en ese momento.
La legitimidad del
poder y su soberanía (es decir, la capacidad reconocida y aceptada por toda la
sociedad para poder ejercer el poder sin ser puesto en duda y por lo tanto ser
obedecido) debía residir en la nación. Y para que así constara y se evitaran
diferentes interpretaciones y caprichos sobre cómo debería ser ese poder, debía
quedar redactado y aprobado en una Constitución.
En resumen: para que
los diputados del Tercer Estado pudieran influir y participar en política, el poder
tendría que tener su origen en la soberanía nacional y no en la gracia de Dios.
Serían los humanos los que legitimaran el poder y no un ente divino. Este era
ya de por sí un acto revolucionario impresionante, consecuencia de todo un
siglo de pensamiento, la Ilustración.
Nace la Asamblea Nacional
Los Estados Generales reunidos. |
Los 578 representantes
del Tercer Estado comenzaron su lucha presentando sus exigencias a cambio de
aprobar el dinero que necesitaba el rey. Para empezar, querían el voto por
cabeza. Es decir, que contara el voto de cada diputado individualmente y no el
de cada estado como bloque. Era una petición revolucionaria que lo cambiaría
todo, ya que así el voto de un conde o de un cardenal valdría lo mismo que el
de un artesano o un campesino representado. Pero sobre todo, porque eso le daría
la mayoría al Tercer Estado que podría imponer así legalmente las reformas que
quería. ¿Cómo conseguirlo?
Muchos de los
representantes de los estados dominantes apoyaban esta exigencia, sobre todo
entre el clero, donde también existía un claro conflicto entre las altas
esferas muy enriquecidas y la mayoría de los sacerdotes que en muchos casos
compartían la pobreza de sus feligreses. Esos sacerdotes sabían que si no
cambiaban las reglas en la representación política, nunca se llevarían a cabo
las reformas necesarias en sus parroquias.
Emmanuelle J, Sieyès. |
No fue pues casualidad
que un sacerdote, Emmanuelle J. Sieyès, fuera el que teorizara sobre el Tercer
Estado y fuera el que propusiera el nuevo nombre con el que rebautizar a los Estados
Generales: a partir del 17 de junio de 1789 los diputados del Tercer Estado se
constituyeron en la Asamblea Nacional e invitaron a los miembros del Primer y
del Segundo Estado a prescindir de sus privilegios y aceptar el voto por cabeza
e ingresar en la nueva Asamblea.
Sólo dos nobles
siguieron la llamada, pero también 149 miembros del clero, la mitad de todo el
Segundo Estado. Eso fue suficiente. Las mayorías se habían invertido: el
Segundo Estado y el Tercero votarían juntos contra el Primero y podrían ganar e
imponer los cambios políticos que exigían.
El rey veía como lo que
iba a ser un acto formal para recaudar dinero se convertía en una revolución. Para
evitar la votación de la nueva mayoría, mandó cerrar la sala donde se reunían
los Estados Generales y evitar la entrada del Tercer Estado. Una treta para
evitar que los diputados pudieran votar y ganar. Pero fue una treta que no
tenía en cuenta el compromiso de los diputados. El 20 de junio encontraron un
nuevo lugar donde reunirse, la sala del Juego de Pelota. Allí se juntaron los revolucionarios
y juraron no separarse hasta que el rey aceptara una Constitución para Francia.
El desafío ya era claro y se exigía la muerte de la monarquía absoluta y el
reconocimiento de la soberanía nacional. Sin término medio.
El rey trató de
desalojarlos el 23 de junio, pero ya era tarde. La voluntad de los diputados
era de hierro. “Estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo saldremos por la fuerza
de las bayonetas” dijo el diputado
Mirabeau. Nada más lejos de la voluntad del rey, que seguía con la necesidad de
recaudar el dinero necesario para evitar la bancarrota, y para ello necesitaba
a los diputados revolucionarios. Así, el 27 de junio Luis XVI invitó a los
nobles y sacerdotes que seguían formando el Primer y Segundo Estado a disolver
sus estamentos y a formar parte de la nueva Asamblea Nacional que se formó como
asamblea constituyente.
La
monarquía absoluta había muerto y la Revolución Francesa había comenzado.
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