18/2/14

LA CRUZ SOBRE JERUSALÉN

Jerusalén ha sido y sigue siendo una ciudad obsesiva para las religiones judía, musulmana y también cristiana. Considerada como el centro del mundo durante la Edad Media, fue objeto de deseo y de conquista durante siglos. Sin embargo, la última vez que cayó en manos de los guerreros cristianos no fue debido a la espada. El emperador Federico II Hohenstaufen hizo un pacto y la conquistó de manera pacífica el 18 de febrero del año 1229, hace hoy 715 años. Pero no lo hizo por la gloria de su religión, sino para ser perdonado.

Jersusalén es la ciudad santa de las tres religiones del libro. Judíos, musulmanes y cristianos consideran que es una ciudad especial, un lugar que les conecta con Dios. Pero, lejos de querer compartirla, cada religión la reivindica para sí. Hoy en día los cristianos ya no matan por poseer Jerusalén –lo que sí hacen judíos y musulmanes- pero hace mil años sí.

Las cruzadas fueron la máxima expresión del poder de movilización de la religión en una época en la que el temor a Dios era el centro de las vidas de todas las personas. Ese temor, debidamente predicado, fue capaz de hacer viajar a miles de guerreros de Europa occidental a Tierra Santa, a Palestina, atravesando el Mediterráneo desafiando sus tormentas, o viajando a pie miles de kilómetros por montañas y desiertos poblados por enemigos dispuestos a desangrarlos en batallas y emboscadas. Pero esos guerreros tenían un objetivo sagrado: Jerusalén.

En el año 1096 partió la Primera Cruzada que tres años después llegó a su objetivo. Jerusalén fue conquistada a sangre y fuego y sus habitantes musulmanes y judíos masacrados, especialmente las mujeres y los niños. Fue una matanza que se celebró en la Cristiandad como una gran victoria, y de ella nació un nuevo reino: el Reino de Jerusalén.


Un reino distinto

Conquista de Jerusalén.
Ese reino era algo extraño. No era una colonia ni un nuevo país. En una época en la que no existían las naciones ni el nacionalismo, era un reino cuya identidad surgía de la religión –por eso se le llamaría el reino de los cielos- y en el que convivían las tres culturas –con una clara hegemonía política cristiana.

Existió como una cabeza de puente cristiana rodeada de un mar musulmán. Encajonado en una estrecha lengua de tierra en la costa levantina del Mediterráneo, era demasiado débil para resistir a un ataque decidido de sus vecinos musulmanes. Y ese ataque llegó de manos del mítico Saladino, que supo unificar a los árabes divididos hasta entonces y reconquistar Jerusalén en el año 1188, casi un siglo después de su conquista por los cruzados.

Fue un golpe tremendo para la Europa cristiana y, si al principio la conquista de Jerusalén había sido una obsesión, su recuperación se planteaba como una obligación para los reyes europeos. Pero no sería nada fácil.


Un objetivo difícil

Ricardo Corazón de León de Inglaterra, Felipe II Augusto de Francia y Federico Barbarroja del Imperio Romano Germánico partieron hacia una nueva cruzada, la tercera, en el año 1189, con el objetivo de reconquistar Jerusalén. No consiguieron su objetivo y los monarcas francés e inglés (el emperador Federico Barbarroja había muerto en el camino), al darse cuenta de que estarían años luchando a miles de kilómetros de sus hogares, decidieron pactar una retirada honrosa con Saladino y volver a sus tierras donde peligraban sus tronos, que eran sus verdaderos intereses.

La siguiente expedición, la cuarta cruzada, fue peor. En el año 1202 los guerreros partieron en barcos venecianos con rumbo a Tierra Santa, pero haciendo una parada en Constantinopla, la capital cristiana del Imperio Bizantino. Los venecianos querían conquistarla y los cruzados, que habían contraído una enorme deuda por el viaje, no tuvieron más remedio que complacerles. Así fue como en el año 1204 los guerreros cristianos que iban a reconquistar Jerusalén a los musulmanes acabaron por conquistar la Constantinopla también cristiana sin ni siquiera continua después su viaje a Palestina.

Las cruzadas.

Entre los años 1217 y 1221 hubo un nuevo intento, una quinta cruzada. En esta ocasión los cruzados sí llegaron a Tierra Santa, e incluso estuvieron luchando cerca de Jerusalén. Sin embargo, tratando de aprovechar la aparente debilidad del sultanato de Egipto, decidieron caer en la tentación de una victoria fácil y se desviaron para conquistar el país del Nilo solamente para resultar completamente derrotados. Jerusalén seguía en manos musulmanas.


Federico II, un emperador diferente

Federico II.
El tiempo iba pasando y con él la pasión por Jerusalén, al menos entre los reyes, ya que los sacerdotes cristianos seguían atrapados por la obsesión hacia la ciudad santa. Tanto es así que los papas incluso llegaban a amenazar a los reyes por no querer continuar el empuje de las cruzadas y reconquistar la ciudad. Es lo que le ocurrió al emperador Federico II, el nieto de Federico Barbarroja.

Federico no era una figura habitual para su época. Se crió en una de las ciudades más cosmopolitas de la Edad Media, Palermo, donde confluían las influencias de todas las civilizaciones y culturas del Mediterráneo: desde la antigua cultura grecoromana, pasando por la musulmana que dominó Sicilia durante algunos siglos, hasta llegar a la normanda que gobernaba la isla. A estas influencias a las que quedó sometido Federico había que sumar, por supuesto, la italiana y la alemana de su familia.

El resultado fue un hombre poliglota –se dice que hablaba nueve lenguas y escribía en siete- culto y muy curioso, hasta el punto de llegar a escribir un tratado sobre la caza con aves. Muy sensible al arte y a la ciencia –fundó la universidad de Nápoles- era sumamente tolerante con respecto a otras religiones y culturas en una Europa cada vez más intolerante dominada por las cruzadas. Federico era una rara excepción que le hizo ganar el apodo de stupor mundi, el pasmo del mundo.

Para Federico la religión cristiana jugaba un papel muy diferente que para la mayoría de los europeos. El emperador no entendía su identidad conforme a la religión- ya que convivía con las otras culturas que para él eran igual de valiosas- y no sentía ninguna necesidad espiritual en ir a Tierra Santa y menos aún en reconquistar Jerusalén. Sin embargo, ese fue el precio que le puso el Papa a cambio de coronarle emperador en el año 1220.


Buscando el perdón

Al principio Federico no se tomó muy en serio su promesa de encabezar una nueva cruzada, pero los papas no se olvidaban. En el año 1227 el Papa Gregorio IX excomulgó al emperador  por incumplir su palabra. Eso era muy peligroso para el emperador, ya que la lealtad de sus súbditos se basaba precisamente en que era un emperador cristiano y su expulsión de la Iglesia era una excusa perfecta para que sus enemigos internos se rebelasen.     

Al emperador no le quedó más remedio que transigir y marchar a Tierra Santa al frente de una nueva cruzada, la sexta. Marchó en el año 1228, pero lo hizo a su manera, sin pedir permiso al Papa ni implorar su perdón. Eso molestó aún más al pontífice, que en realidad no deseaba que Federico reconquistara Jerusalén ya que así tendría que perdonarlo. El Papa tenía mucho interés en mantener al emperador todopoderoso a su merced debido a la excomunión.  

Mapa de Jerusalén.
Federico llegó a Tierra Santa sin ganas ni intención de pelear. Él no veía a los musulmanes como enemigos y solamente estaba allí por una cuestión de trámite. Los árabes tampoco querían luchar. Sus guerras civiles les habían debilitado y no tenían ya ni la fuerza ni la unidad de la época de Saladino. Así pues se llegó a un acuerdo: para contentar a todos, los musulmanes entregarían Jerusalén a los cristianos pero sólo durante diez años. Después de ese tiempo, éstos se retirarían. El acuerdo se firmó el 18 de febrero de 1229, hace 715 años. Así fue como Jerusalén volvió a ser cristiana por última vez y sin derramar ni una sola gota de sangre a diferencia de su primera conquista.

Federico II fue coronado rey de Jerusalén y volvió a casa con la esperanza de que el Papa le levantara la excomunión. Fue en vano. Gregorio IX no podía consentir que Federico se saliera con la suya. El emperador estaba aconsejado por una serie de juristas que estaban desempolvando el antiquísimo Derecho de los romanos, que subrayaba el poder del emperador y su primacía absoluta sobre todos los demás poderes en la Tierra, incluidos los religiosos y feudales. Es decir, Federico reivindicaba la autoridad absoluta, encima incluso de la del propio Papa. Y eso era demasiado para el Pontífice que mantuvo el castigo.


Jerusalén había pasado de una obsesión religiosa a ser una simple excusa en la lucha por el poder en Europa. Transcurrido el tiempo estipulado pasó otra vez a manos de los musulmanes que gobernaron la ciudad de manera ininterrumpida durante casi 800 años más, hasta la Primera Guerra Mundial en 1918. Ese año los ingleses conquistaron la ciudad al Imperio Otomano y la convirtieron en la capital de su nueva colonia (o mandato) de Palestina hasta su retirada en 1948 y el nacimiento del Estado de Israel. Lo que pasó desde entonces ya es el presente.

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