25/2/14

Carlomagno: crecer o morir

Crecer o morir, esa era la disyuntiva a la que se enfrentan los grandes imperios de la historia. Son como máquinas insaciables que deben ser alimentadas constantemente con nuevos territorios y recursos. Porque si dejaban de ser cebados con nuevas conquistas y más guerras, ellos mismos se acaban devorando. Es lo que le pasó al imperio de Carlomagno, el emperador que hoy es honrado como el “padre de Europa” y que murió hace 1.200 años, el 28 de enero de 814.

Los grandes imperios de la historia siempre han fascinado a las generaciones posteriores. Sus emperadores y reyes son celebrados como grandes generales y mejores gobernantes, y el nombre de sus dominios es de obligado aprendizaje en los colegios. También son presentados con orgullo como el origen de nuestro presente. Por ejemplo, el Imperio Carolingio, que consta como el origen medieval de la Europa actual.

De sus gobernantes destaca uno, Carlomagno, el primer emperador en Europa occidental tras la caída del Imperio Romano. Su nombre es sinónimo de grandeza y de unidad. Por eso, y para honrarlo, cada año se entrega el premio ‘Carlomagno’ a una persona que haya demostrado su compromiso en la construcción pacífica de Europa. 1.200 años después de su reinado, se ha convertido en un ejemplo y en un referente de la Europa de hoy que hace bandera de su bienestar y, sobre todo, de la diplomacia como método para dirimir los conflictos.

Estatua de Carlomagno y bandera de la UE.
Sin embargo, el imperio de Carlomagno era todo menos pacífico. De hecho, si lo hubiera sido, no habría durado apenas unos años y, seguramente, no habría sido lo grande que llegó a ser y Carlomagno no sería hoy un referente al que se honra con premios en su nombre. 

Lo explica el historiador británico Peter Heather. Él sostiene en su último libro, “La restauración de Roma”, que los nuevos reinos germánicos surgidos tras la caída del Imperio Romano occidental en Europa, entre ellos el de los francos de Carlomagno, estaban condenados a una existencia de lucha constante y de conquista para mantener su propia existencia.


El fin del Imperio Romano

Cuando el Imperio Romano dejó de existir en Europa occidental en el año 476 d.C. (el imperio oriental seguiría existiendo formalmente hasta la caída de Constantinopla en el año 1453), se llevó consigo una organización estatal centralizada y burocratizada que contaba con un ejército profesional. El mantenimiento de ese poder estatal se conseguía mediante la recaudación de impuestos, y estos, a su vez, se cobraban en función de las riquezas que proporcionaban las tierras.

Hasta la revolución industrial, que no ocurriría hasta 1.400 años más tarde, las principales riquezas y recursos del ser humano eran agrícolas. Las tierras en las que se sembraba y se pastaba al ganado eran la base de la riqueza. Por lo tanto, mientras más tierras fértiles se controlaban, más riquezas se poseían. Es decir: mientras más tierras tuviese el imperio, más impuestos se podían recaudar y más poder militar estaba a su disposición.

 
Los reinos bárbaros tras la caía del Imperio Romano de occidente.
En este sentido, Peter Heather explica que la caída del Imperio Romano se debió, fundamentalmente, a la pérdida del control de provincias ricas y estratégicas, en concreto el África del norte en torno a Cartago, el granero de Roma en esa época. Fue conquistado por los vándalos hacia el año 430 d.C. y dejó de pagar impuestos al imperio que, de esta manera, dejó de ingresar los recursos necesarios para seguir pagando a sus ejércitos.

Sin dinero que recibir, los soldados dejaron de luchar. Los mercenarios bárbaros, los foederati que habían entrado en el imperio no tanto para destruirlo como para hacerse con sus riquezas, decidieron hacerse ellos mismos con el control político y con ello de los recursos disponibles, ya que sus antiguos superiores ya no podían pagarles sus soldadas. Por eso el general godo Odoacro simplemente apartó al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo, y dio carpetazo a casi mil años de historia.

Así fue como, grosso modo, cayó el Imperio Romano: No fue simplemente una invasión bárbara, sino que se quedó sin recursos y cuando no pudo pagar la factura de sus soldados, estos –que eran en su mayoría bárbaros- decidieron cobrársela por su cuenta.


El reino de los francos

El imperio centralizado y burocratizado había dejado de existir porque no podían pagar esa burocracia ni a su ejército, y los reinos que le seguirían (de los francos, vándalos, visigodos y ostrogodos, los burgundios, etc.), aunque trataron siempre de justificarse como los herederos de Roma, funcionaban de otra manera.

El trono de Carlomagno.
Los reyes francos, por ejemplo, no lo eran por una cuestión estrictamente legal. Aunque sí estaba aceptada la legitimidad de los hijos y familiares de un linaje como herederos al trono (los merovingios primero y los carolingios después), y acabaron por adoptar la llamada “voluntad de Dios” para explicar por qué una persona era rey y no otra, en realidad, cada vez que un candidato llegaba al trono, tenía que comprar literalmente sus apoyos entre los nobles que le rodeaban, los futuros condes, duques y marqueses.

La causa es muy sencilla: a falta de los recursos (tierras) del antiguo Imperio Romano, los francos no podían permitirse un ejército profesional leal al rey (que era el que pagaba), por lo que los ejércitos francos eran en realidad la suma de los pequeños ejércitos (al principio bandas de guerreros) que los nobles podían reunir para sumarlos y ponerlos a disposición del rey.

Estaban obligados a hacerlo, ya que estos nobles no pagaban impuestos –otra causa de los menores ingresos de los reyes francos con respecto a los emperadores romanos-, y el servicio militar era el servicio por excelencia que le debían a su señor. Pero ese servicio no era gratis: o se recompensaba debidamente o podía volverse en contra del rey ya que, evidentemente, el monarca no tenía un ejército propio con el que defenderse de sus propios nobles en caso de problemas.

Entonces, ¿cómo podían los reyes recompensar a los nobles? Muy sencillo: conquistando tierras, ya sea la de los nobles rebeldes que se oponían en un principio a la subida al trono del candidato vencedor o, muy especialmente, las de los reinos vecinos.

Es decir, para que un rey pudiera primero optar al trono y asegurarlo después, tenía que ir a la guerra constantemente para saquear y conquistar las riquezas necesarias con las que pagar a sus cómplices. Si no lo hacía, éstos se volverían contra él y saquearían su propio reino.



Esto explica que Carlomagno, además del reino franco que había heredado de su padre, se apoderara también del reino de los lombardos en Italia, de los territorios al norte del río Ebro en Hispania y de los territorios de los bávaros, que mantuviera una guerra sangrienta de más de 30 años contra los sajones en Germania y que llegara hasta el norte de los Balcanes en los 46 años que reinó entre los años 768 y 814. Fue una expansión impresionante que unificó militarmente bajo un solo poder una franja de terreno parecida al antiguo Imperio Romano occidental.


Sumando a ello el prestigio que atesoró el propio Carlomagno como general y gobernante en su constante ampliación de sus territorios, hizo que fuera coronado emperador en la navidad del año 800 por el papa. Fue el momento álgido de los carolingios. Sin embargo, sólo algo menos de 30 años después de su muerte, en el año 843, su imperio se dividió entre sus sucesores que no tardaron en embarcarse en terribles guerras entre ellos y que terminaron, a la larga, por destruir definitivamente el imperio. ¿Por qué?


El fin de la expansión y del imperio

Según Peter Heather la causa era la multitud de herederos francos y, sobre todo, la falta de posibilidades de seguir con la expansión del imperio y, con ello, la falta de recursos nuevos con los que pagar la lealtad de los nobles.

A la muerte del hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, en el año 840, le sucedieron sus tres hijos Lotario, Luis el germánico y Carlos el calvo. A diferencia de su padre, de su abuelo Carlomagno y de sus antecesores Pipino el breve y Carlos Martel, esta vez existían tres pretendientes al trono a la vez y con fuerzas suficientes para disputarlo, ya que el heredero no tenía que ser automáticamente el primogénito. En un principio, y como ninguno era lo suficientemente fuerte como para imponerse a los demás, se dividió el imperio en tres partes según el Tratado de Verdún en el año 843. Sin embargo, eso no supuso la paz.



Cada grupo de partidarios de los nuevos reyes quería su parte del botín y ser recompensados por su apoyo. Eso significaba la guerra contra sus vecinos, en este caso contra sus hermanos porque ya no era posible empezar nuevas guerras de conquistas contra enemigos exteriores: o éstos eran muy poderosos (como por ejemplo los musulmanes del Califato de Córdoba), o los propios reinos francos eran demasiado débiles debido a su división. Así fue como las espadas francas se acabaron por dirigir contra los propios francos.

Las guerras entre los distintos reinos francos los debilitaron cada vez más, sobre todo de cara a los propios nobles. Llegó un momento que los reyes, para poder seguir contando con los ejércitos de sus nobles, tenían que hipotecar sus propias tierras y riquezas. Es decir, como no conseguían robar las tierras y riquezas de otros, tenían que entregar las suyas propias. Perdían así poder ellos mismos y se iban igualando cada vez más a sus propios nobles hasta que, con el paso de los años, apenas existía diferencia entre el rey y ellos. 

Llegó un momento en el que los monarcas francos se estaban quedando sin riquezas que repartir y por ello sin la posibilidad de reclutar tropas con las que podría revertir la situación conquistando nuevas tierras. Es decir, los reyes francos fueron cayendo en el mismo círculo vicioso del Imperio Romano 400 años antes: sin impuestos, sin riquezas y sin soldados. Sólo era cuestión de tiempo que los nobles les dieran una patada a los reyes carolingios y se disputaran ellos mismos el trono.

Y eso es lo que ocurrió. En la parte oriental del antiguo imperio, en Germania, el último carolingio, Arnulfo de Carintia, fue sustituido en el año 899 por uno de los nobles de su entorno. En la parte occidental, en Francia, la dinastía aguantaría casi un siglo más, pero ya sin poder ninguno y en un estado de suma debilidad ante los nobles hasta que en el año 987 Luis V el indolente cerró la lista definitivamente de la dinastía carolingia.


Los últimos reyes francos no pudieron seguir las conquistas de sus antecesores y por ello no pudieron conseguir las riquezas necesarias para pagar a sus seguidores, los cuales, ante la creciente debilidad de los reyes carolingios, acabaron con ellos. El imperio, cuando dejó de crecer, murió.        

18/2/14

LA CRUZ SOBRE JERUSALÉN

Jerusalén ha sido y sigue siendo una ciudad obsesiva para las religiones judía, musulmana y también cristiana. Considerada como el centro del mundo durante la Edad Media, fue objeto de deseo y de conquista durante siglos. Sin embargo, la última vez que cayó en manos de los guerreros cristianos no fue debido a la espada. El emperador Federico II Hohenstaufen hizo un pacto y la conquistó de manera pacífica el 18 de febrero del año 1229, hace hoy 715 años. Pero no lo hizo por la gloria de su religión, sino para ser perdonado.

Jersusalén es la ciudad santa de las tres religiones del libro. Judíos, musulmanes y cristianos consideran que es una ciudad especial, un lugar que les conecta con Dios. Pero, lejos de querer compartirla, cada religión la reivindica para sí. Hoy en día los cristianos ya no matan por poseer Jerusalén –lo que sí hacen judíos y musulmanes- pero hace mil años sí.

Las cruzadas fueron la máxima expresión del poder de movilización de la religión en una época en la que el temor a Dios era el centro de las vidas de todas las personas. Ese temor, debidamente predicado, fue capaz de hacer viajar a miles de guerreros de Europa occidental a Tierra Santa, a Palestina, atravesando el Mediterráneo desafiando sus tormentas, o viajando a pie miles de kilómetros por montañas y desiertos poblados por enemigos dispuestos a desangrarlos en batallas y emboscadas. Pero esos guerreros tenían un objetivo sagrado: Jerusalén.

En el año 1096 partió la Primera Cruzada que tres años después llegó a su objetivo. Jerusalén fue conquistada a sangre y fuego y sus habitantes musulmanes y judíos masacrados, especialmente las mujeres y los niños. Fue una matanza que se celebró en la Cristiandad como una gran victoria, y de ella nació un nuevo reino: el Reino de Jerusalén.


Un reino distinto

Conquista de Jerusalén.
Ese reino era algo extraño. No era una colonia ni un nuevo país. En una época en la que no existían las naciones ni el nacionalismo, era un reino cuya identidad surgía de la religión –por eso se le llamaría el reino de los cielos- y en el que convivían las tres culturas –con una clara hegemonía política cristiana.

Existió como una cabeza de puente cristiana rodeada de un mar musulmán. Encajonado en una estrecha lengua de tierra en la costa levantina del Mediterráneo, era demasiado débil para resistir a un ataque decidido de sus vecinos musulmanes. Y ese ataque llegó de manos del mítico Saladino, que supo unificar a los árabes divididos hasta entonces y reconquistar Jerusalén en el año 1188, casi un siglo después de su conquista por los cruzados.

Fue un golpe tremendo para la Europa cristiana y, si al principio la conquista de Jerusalén había sido una obsesión, su recuperación se planteaba como una obligación para los reyes europeos. Pero no sería nada fácil.


Un objetivo difícil

Ricardo Corazón de León de Inglaterra, Felipe II Augusto de Francia y Federico Barbarroja del Imperio Romano Germánico partieron hacia una nueva cruzada, la tercera, en el año 1189, con el objetivo de reconquistar Jerusalén. No consiguieron su objetivo y los monarcas francés e inglés (el emperador Federico Barbarroja había muerto en el camino), al darse cuenta de que estarían años luchando a miles de kilómetros de sus hogares, decidieron pactar una retirada honrosa con Saladino y volver a sus tierras donde peligraban sus tronos, que eran sus verdaderos intereses.

La siguiente expedición, la cuarta cruzada, fue peor. En el año 1202 los guerreros partieron en barcos venecianos con rumbo a Tierra Santa, pero haciendo una parada en Constantinopla, la capital cristiana del Imperio Bizantino. Los venecianos querían conquistarla y los cruzados, que habían contraído una enorme deuda por el viaje, no tuvieron más remedio que complacerles. Así fue como en el año 1204 los guerreros cristianos que iban a reconquistar Jerusalén a los musulmanes acabaron por conquistar la Constantinopla también cristiana sin ni siquiera continua después su viaje a Palestina.

Las cruzadas.

Entre los años 1217 y 1221 hubo un nuevo intento, una quinta cruzada. En esta ocasión los cruzados sí llegaron a Tierra Santa, e incluso estuvieron luchando cerca de Jerusalén. Sin embargo, tratando de aprovechar la aparente debilidad del sultanato de Egipto, decidieron caer en la tentación de una victoria fácil y se desviaron para conquistar el país del Nilo solamente para resultar completamente derrotados. Jerusalén seguía en manos musulmanas.


Federico II, un emperador diferente

Federico II.
El tiempo iba pasando y con él la pasión por Jerusalén, al menos entre los reyes, ya que los sacerdotes cristianos seguían atrapados por la obsesión hacia la ciudad santa. Tanto es así que los papas incluso llegaban a amenazar a los reyes por no querer continuar el empuje de las cruzadas y reconquistar la ciudad. Es lo que le ocurrió al emperador Federico II, el nieto de Federico Barbarroja.

Federico no era una figura habitual para su época. Se crió en una de las ciudades más cosmopolitas de la Edad Media, Palermo, donde confluían las influencias de todas las civilizaciones y culturas del Mediterráneo: desde la antigua cultura grecoromana, pasando por la musulmana que dominó Sicilia durante algunos siglos, hasta llegar a la normanda que gobernaba la isla. A estas influencias a las que quedó sometido Federico había que sumar, por supuesto, la italiana y la alemana de su familia.

El resultado fue un hombre poliglota –se dice que hablaba nueve lenguas y escribía en siete- culto y muy curioso, hasta el punto de llegar a escribir un tratado sobre la caza con aves. Muy sensible al arte y a la ciencia –fundó la universidad de Nápoles- era sumamente tolerante con respecto a otras religiones y culturas en una Europa cada vez más intolerante dominada por las cruzadas. Federico era una rara excepción que le hizo ganar el apodo de stupor mundi, el pasmo del mundo.

Para Federico la religión cristiana jugaba un papel muy diferente que para la mayoría de los europeos. El emperador no entendía su identidad conforme a la religión- ya que convivía con las otras culturas que para él eran igual de valiosas- y no sentía ninguna necesidad espiritual en ir a Tierra Santa y menos aún en reconquistar Jerusalén. Sin embargo, ese fue el precio que le puso el Papa a cambio de coronarle emperador en el año 1220.


Buscando el perdón

Al principio Federico no se tomó muy en serio su promesa de encabezar una nueva cruzada, pero los papas no se olvidaban. En el año 1227 el Papa Gregorio IX excomulgó al emperador  por incumplir su palabra. Eso era muy peligroso para el emperador, ya que la lealtad de sus súbditos se basaba precisamente en que era un emperador cristiano y su expulsión de la Iglesia era una excusa perfecta para que sus enemigos internos se rebelasen.     

Al emperador no le quedó más remedio que transigir y marchar a Tierra Santa al frente de una nueva cruzada, la sexta. Marchó en el año 1228, pero lo hizo a su manera, sin pedir permiso al Papa ni implorar su perdón. Eso molestó aún más al pontífice, que en realidad no deseaba que Federico reconquistara Jerusalén ya que así tendría que perdonarlo. El Papa tenía mucho interés en mantener al emperador todopoderoso a su merced debido a la excomunión.  

Mapa de Jerusalén.
Federico llegó a Tierra Santa sin ganas ni intención de pelear. Él no veía a los musulmanes como enemigos y solamente estaba allí por una cuestión de trámite. Los árabes tampoco querían luchar. Sus guerras civiles les habían debilitado y no tenían ya ni la fuerza ni la unidad de la época de Saladino. Así pues se llegó a un acuerdo: para contentar a todos, los musulmanes entregarían Jerusalén a los cristianos pero sólo durante diez años. Después de ese tiempo, éstos se retirarían. El acuerdo se firmó el 18 de febrero de 1229, hace 715 años. Así fue como Jerusalén volvió a ser cristiana por última vez y sin derramar ni una sola gota de sangre a diferencia de su primera conquista.

Federico II fue coronado rey de Jerusalén y volvió a casa con la esperanza de que el Papa le levantara la excomunión. Fue en vano. Gregorio IX no podía consentir que Federico se saliera con la suya. El emperador estaba aconsejado por una serie de juristas que estaban desempolvando el antiquísimo Derecho de los romanos, que subrayaba el poder del emperador y su primacía absoluta sobre todos los demás poderes en la Tierra, incluidos los religiosos y feudales. Es decir, Federico reivindicaba la autoridad absoluta, encima incluso de la del propio Papa. Y eso era demasiado para el Pontífice que mantuvo el castigo.


Jerusalén había pasado de una obsesión religiosa a ser una simple excusa en la lucha por el poder en Europa. Transcurrido el tiempo estipulado pasó otra vez a manos de los musulmanes que gobernaron la ciudad de manera ininterrumpida durante casi 800 años más, hasta la Primera Guerra Mundial en 1918. Ese año los ingleses conquistaron la ciudad al Imperio Otomano y la convirtieron en la capital de su nueva colonia (o mandato) de Palestina hasta su retirada en 1948 y el nacimiento del Estado de Israel. Lo que pasó desde entonces ya es el presente.

8/2/14

El zarpazo del Japón

En la noche del 8 de febrero de 1904 la flota japonesa atacó sin previa declaración de guerra a la flota rusa en el Pacífico. Fue un ataque sorpresa, un zarpazo inesperado que comenzó una guerra durísima por la hegemonía en el noreste de Asia. Significó el surgimiento de Japón como nueva potencia y puso en evidencia las debilidades de un Imperio Ruso al que le quedaban pocos años de vida.

Era de noche cuando los buques japoneses se acercaron con sigilo a la base rusa de Port Arthur, un puerto en China a orillas del Mar Amarillo que Rusia había ocupado como base de su expansión en esas tierras. Los barcos japoneses maniobraron hasta ponerse en posición de ataque y a la señal del almirante Togo, una andanada de torpedos surcaron veloces y silenciosos en dirección a sus víctimas. Los rusos no se lo esperaban y no estaban preparados. Muchos estaban durmiendo cuando, de repente, las explosiones les arrancaron del sueño y de la paz. Dos acorazados rusos fueron alcanzados.

La guerra había comenzado. Al día siguiente, la flota japonesa desembarcó a la infantería que no tardó en bloquear el puerto ruso en un asedio que duraría casi un año. Durante ese tiempo la flota rusa quedó atrapada mientras los japoneses conquistaban su propio imperio derrotando a los rusos en Corea y en Manchuria. Fue una guerra atroz, con miles de muertos por ambas partes. Pero, sobre todo, fue la primera vez en muchísimos años, que una potencia europea era derrotada por un país asiático.


El reparto del mundo

En 1904 el mundo estaba inmerso en plena época imperialista. Las grandes potencias europeas se habían repartido el mundo en colonias y zonas de influencia, y apenas quedaban países libres que no fueran europeos a excepción de América, donde los EEUU ya se veían a sí mismos como los dueños del continente desde la Doctrina Monroe. En África tan solo había dos estados independientes: Liberia y Abisinia (la actual Etiopía), y en Asia, donde la India, Indochina y las islas del sudeste tenían dueño europeo, el enorme imperio chino no había sido conquistado porque eso hubiera supuesto una guerra entre las potencias extranjeras que, como buitres, revoloteaban alrededor de este estado muy debilitado y en franca decadencia para quedarse con la mejor parte.
 
El mundo en 1900.



Aunque los europeos no conquistaron China, sí se la repartieron en zonas de influencia y tomaron el control de varios puertos desde donde monopolizar el comercio hacia el interior del país y ganar así una fortuna. Port Arthur era el puerto con el que se quedó Rusia, que no había saciado su apetito de más tierras tras la conquista de Siberia y la llegada al Océano Pacífico en Vladivostok.

Los rusos querían que su imperio siguiera creciendo, y como hacia el oeste esa expansión hubiera supuesto la guerra contra Alemania y Austria-Hungría, quedaba el extremo oriente asiático. Los planes del zar pasaban por conquistar la región china de Manchuria y hacerse con el control de Corea. Para ello se serviría del nuevo ferrocarril del Transiberiano, con el que llevaría soldados y funcionarios a las nuevas tierras.

Sin embargo, el zar no calculó bien y en vez de encontrar el camino libre a costa de un Imperio Chino débil y en decadencia, se topó de bruces con una nueva potencia emergente y poderosa: Japón.


De isla aislada a potencia industrial

A diferencia de sus vecinos asiáticos, Japón no había sido conquistado ni dominado por ninguna potencia europea. Aprovechando que era una isla, durante siglos había vivido de espaldas al mundo y encerrada en sí misma para evitar la influencia de otras culturas. Sin embargo, cuando en 1853 el comodoro estadunidense Perry obligó a cañonazos a los japoneses que abrieran sus puertos al comercio con los extranjeros (los europeos y los EEUU), Japón se encontraba en la misma situación de debilidad e indefensión que sus vecinos ante la previsible invasión comercial y militar de Occidente, que siempre comenzaba forzando el comercio y terminaba por apoderarse de sus víctimas. Sólo había una posibilidad para escapar del destino de ser una colonia más: convertirse en una gran potencia industrial y militar.

Infantería japonesa a finales del S. XIX.
En la segunda mitad del S. XIX Japón comenzó uno de los procesos de modernización más rápidos y espectaculares de la historia. Bajo el mando de la dinastía imperial de los Meiji, Japón pasó de ser una isla débil y dividida entre señores de la guerra, a ser un estado centralizado y fuertemente militarizado. El ejército dejó atrás a los antiguos samuráis que luchaban con espadas y a caballo, y adoptó la disciplina militar y las armas de fuego más modernas como cualquier otro ejército europeo de la época. Para proporcionar esas armas modernas, Japón levantó una industria comparable a la de cualquier otra gran potencia, dejando de ser un país fundamentalmente agrícola.

Esta revolución dirigida desde las élites evitó que Japón fuera conquistado y colonizado por otra potencia, pero también creó las necesidades y aspiraciones imperialistas típicas de cualquier potencia industrial de la época. Japón era un conjunto de islas superpobladas y, de la misma manera que Gran Bretaña, carecía en su territorio de las materias primas necesarias para mantener su flamante industria. Esas materias primas debían conseguirse en otros lugares. Es decir, Japón no sólo no sería conquistado, sino que se lanzaría a conquistar su propio imperio.


Un aspirante no europeo

Las primeras regiones que Japón querían conquistar eran las mismas que los rusos pensaban ocupar: Corea y Manchuria. Los japoneses también querían aprovecharse de la debilidad de China para expandirse, pero no fueron invitados al reparto por el resto de las grandes potencias. La razón era sencilla: los japoneses no eran blancos. En la época del imperialismo uno de los argumentos más utilizados para justificar el dominio de otras culturas por parte de los europeos era el racismo: la civilización occidental y blanca era superior y servía para civilizar al resto del mundo. La irrupción de Japón como potencia industrializada y avanzada desmentía esa supuesta superioridad racial, pero a pesar de que empezaba a contar con el respeto europeo –Gran Bretaña firmó una alianza con Tokio en 1902- Japón no fue reconocido a la hora de repartirse el pastel chino. Sólo le quedaba la guerra si quería hacerse con nuevos territorios.

Esa guerra estalló contra Rusia hace 110 años y fue todo un éxito para el Japón y una sorpresa para el mundo. Los soldados japoneses resultaron ser implacables y muy eficaces. En poco tiempo conquistaron la Península de Corea y penetraron en Manchuria acumulando victorias y demostrando ser muy superiores al ejército ruso.
 
Propaganda rusa.



Los rusos, en cambio, mostraron todas sus debilidades. Estaban mal dirigidos por un cuerpo de oficiales deficiente, estaban mal organizados y peor suministrados, y la moral era cada vez peor ante las inmensas bajas que sufrían frente a un enemigo al que habían subestimado simplemente por ser asiático. Todos los problemas y retrasos de la Rusia zarista salieron a la luz en esta guerra que cada vez resultaba más impopular y que provocaba cada vez más reacciones contrarias entre la población. Las élites rusas sentían cada vez más miedo hacia su propio pueblo y la tensión iba creciendo a medida que la guerra iba peor e iban muriendo cada vez más soldados provenientes, en su inmensa mayoría, de las clases sociales más bajas y castigadas.

En enero de 1905, cuando la guerra ya duraba casi un año, miles de trabajadores y campesinos marcharon en San Peterburgo al palacio del zar para exponerle sus quejas sobre la guerra. Pero en vez de ser recibidos por su ‘padrecito’, los soldados dispararon sobre la muchedumbre provocando centenares de muertos en lo que se conoció como ‘Domingo sangriento’. Estalló una revolución que a punto estuvo de acabar con la monarquía y que, a la larga, resultó ser el ensayo general de otra revolución mucho más exitosa en 1917.

La guerra terminó ese mismo año y después de una terrible batalla naval. La única manera de vencer a los japoneses era destruyendo su flota y dejando incomunicados de su patria a los miles de soldados en el continente asiático. Para ello, los rusos necesitaban presentar una batalla naval decisiva, pero su flota del Pacífico estaba bloqueada en los puertos sin atreverse a salir. Así fue como el almirantazgo ruso decidió enviar a la flota del Báltico a través de medio mundo para enfrentarse a los japoneses.

La expansión de Japón.
Esta flota zarpó de sus bases en octubre de 1904 y atravesó el Canal de la Mancha –donde a punto estuvo de provocar una guerra con Gran Bretaña al hundir unos barcos pesqueros ingleses-, el Océano Atlántico, el Cabo de Buena Esperanza, el Océano Índico y finalmente el Pacífico. La travesía duró ocho meses, y cuando llegó a su destino en mayo de 1905, la flota rusa fue completamente aniquilada en el Estrecho de Tsushima, entre Corea y Japón.


Los japoneses habían demostrado ser muy superiores a los rusos en tierra y en el mar. Habían derrotado a los rusos que se enfrentaban a una revolución en su propia casa, por lo que acabaron por pedir la paz. Esta llegó en septiembre de 1905 con el Tratado de Portsmouth. Rusia ya no se expandiría más en Asia, estaba agotada.

Japón había vencido. Ya tenía su propio imperio y era respetada y temida por las potencias europeas. Pero también sacó algunas conclusiones peligrosas para el futuro. Como, por ejemplo, que las guerras eran muy útiles y que se podían empezar con un ataque sorpresa. Casi 38 años después los japoneses tratarían de repetir su jugada de Port Arthur, pero esta vez mucho más lejos, en el puerto de Pearl Harbour, en Hawai, y contra un enemigo mucho más poderoso, los EEUU.  
   
     




3/2/14

¡¡Tercer cumpleaños!!

La "Vida de los Años" celebra su tercer aniversario. Gracias a todo/as por vuestro apoyo y a por muchos años más de historias de la historia.