El
7 de noviembre de 1918, hace hoy 95 años, Luis III, el último rey de Baviera
huyó de Múnich y abandonó el trono que su familia había gobernado desde tiempos
de Napoleón. Huyó porque sentía miedo cuando miles de trabajadores y soldados
convocaron una huelga y marcharon a su palacio con la intención de derrocarlo.
La revolución había llegado a Baviera, la región más conservadora de Alemania,
y no tardaría en extenderse al el resto del país. Sólo dos días después, el 9
de noviembre, el mismísimo Káiser Guillermo II también tuvo que hacer las
maletas.
A finales de 1918 el
mundo estaba cambiando. En Rusia hacía un año que los bolcheviques de Lenin se
habían hecho con el poder que defendían con uñas y dientes en una terrible guerra
civil. Los imperios austrohúngaro y otomano se estaban desintegrando,
desapareciendo así dos actores que habían acompañado la historia de Europa y
Oriente Medio desde la Edad Media. Y en Francia, las trincheras que habían
permanecido inmóviles desde 1914 a pesar de las sangrientas ofensivas para
quebrar el frente, estaban desintegrándose a pasos agigantados.
Alemania era la gran
perdedora. Empezó la guerra siendo la potencia industrial más poderosa de
Europa, la más poblada y con el ejército más potente. Cuatro años después, su
economía estaba arruinada y su población hambrienta y cansada. El Káiser y el
alto mando del ejército, que antes de la guerra gozaban de un prestigio casi
mítico entre la sociedad alemana, eran acusados de alargar una agonía que
solamente hacía sufrir más al pueblo. Su prestigio estaba por los suelos. Pero
no así el de los contrarios a la guerra, que disfrutaban de un apoyo
inimaginable cuando tan sólo unos años antes la gente se agolpaba en las calles
para aplaudir a los soldados mientras desfilaban hacia el frente.
Manifestación en Berlín, noviembre 1918. |
Los contrarios a la
guerra eran, sobre todo, socialistas. El partido socialdemócrata alemán, el
SPD, era el más grande de Europa y era el que más diputados tenía en el
Parlamento, el Reichstag. En 1914 apoyó la guerra. Fue una decisión muy
polémica que acabaría dividiéndolo poco a poco hasta que en 1918 había dos
partidos: el SPD tradicional, y los contrarios a seguir la guerra que cada vez
eran más y más en torno al nuevo partido USPD (el SPD independiente). Del seno
socialdemócrata también había surgido un grupo claramente antibelicista
llamados los “Espartaquistas” en torno a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que
ya desde prácticamente el principio se arriesgaron en condenar la guerra cuando
todavía la inmensa mayoría de la sociedad opinaba que era un deber y un
acontecimiento patriótico luchar en ella, sufriendo por ello el encarcelamiento
y la persecución de sus miembros.
La oposición a la
guerra había dividido al movimiento socialdemócrata alemán y barrido de un
plumazo el apoyo social al antiguo régimen semiautocrático del Káiser. Alemania
estaba prácticamente sin gobierno, vencida por sus enemigos que avanzaban hacia
sus fronteras y sacudida por una serie de huelgas iniciadas por los marinerosde la flota que, rebelándose contra una orden absurda de sus oficiales de “morir
con honra” en una última batalla en alta mar, se habían rebelado y, al igual
que sucedía en Rusia, se hacían con el control de cada vez más ciudades
alemanas creando consejos de soldados y obreros con el fin de deponer al
Gobierno y parar la guerra. Sobre todo el objetivo era poner fin a la guerra.
El espejo en el que se
miraban era la revolución de los bolcheviques. Estaban triunfando en Rusia desde
su conquista del poder en noviembre de 1917 y habían puesto fin a la guerra con
Alemania como consecuencia del cansancio popular y el rechazo a las antiguas
élites, un proceso parecido a lo que estaba viviendo Alemania un año después. Pero
Lenin sabía que Rusia, a pesar de su enormidad geográfica, era un país débil
que carecía de las riquezas y la capacidad productiva de las grandes potencias
industriales europeas, sobre todo Alemania. En su estrategia, los bolcheviques rusos
debían resistir a sus enemigos que trataban de desalojarlos del poder al menos
el tiempo suficiente hasta que la revolución triunfara también en Alemania y ayudara
a Rusia. Ese plan a punto estuvo de tener éxito.
El
Káiser estorba
El 7 de noviembre 1918 el
rey de Baviera huyó. Aunque no tenía poder efectivo desde la unificación
alemana de 1871, seguía siendo una figura muy importante en su tierra y, sobre
todo, el símbolo de un orden que se estaba desmoronando. Dos días después, el 9
de noviembre, la revolución llegó a la capital, a Berlín, y el que tuvo que
salir de Alemania para no volver fue el Káiser Guillermo II. Su presencia se
había vuelto incómoda a la hora de pedir la paz a los aliados, en concreto a
los EEUU que, con el presidente Wilson a la cabeza, se presentaba como el defensor
de la democracia contra una monarquía autoritaria. En Alemania creían que la
figura del Káiser estorbaría en las conversaciones de paz, y que Alemania
podría conseguir mejores condiciones si se deshacía de él.
El Káiser y su Alto Mando. |
Esta idea no partió de
los enemigos tradicionales de la monarquía, los socialistas, sino de sus
seguidores más acérrimos, los militares. El propio jefe del Estado Mayor
alemán, el general Erich Ludendorff, había renunciado a su cargo un mes antes
declarando que Alemania había perdido la guerra. No quiso dar la cara ni asumir
su responsabilidad. Se trataba ahora de buscar a alguien, a un cabeza de turco que
asumiese el desgaste social y político que eso conllevaba. El papel de verdugo de
la monarquía y del antiguo orden sólo podía recaer en un partido: el SPD.
Los socialdemócratas serían
los creadores de la nueva república, pero también el objeto del odio y de la
frustración de los sectores sociales más conservadores que habían creído
ciegamente en la victoria alemana y ahora se enfrentaban a una derrota que no
se podían explicar. Para ellos los culpables de la derrota no había sido ni el
Káiser ni sus generales con sus planes negligentes. Habían sido el SPD y los demócratas
los que habían traicionado al país y se habían rendido a los enemigos clavando
una puñalada en la espalda a los soldados alemanes. Había nacido así una
leyenda negra y el principio del fin de una república que acababa de nacer.
La
doble república
Proclamación de la república por Scheidemann. |
Ese nacimiento se
produjo el mismo 9 de noviembre de 1918 y lo fue por partida doble. Por un
lado, el diputado socialdemócrata Phillip Scheidemann proclamó la República Alemana
desde una ventana del Reichstag ante una masa congregada tras conocer la huída
de Guillermo II. Por el otro, el líder de los espartaquistas (que muy pronto se
convertiría en el Partido Comunista de Alemania, KPD), Karl Liebknecht,
proclamó la República Socialista Alemana desde un balcón del palacio imperial
de Berlín recientemente abandonado. Eran dos repúblicas muy diferentes y
enfrentadas que habían nacido a la vez. La república de Scheidemann apostaba
por una democracia parlamentaria al estilo occidental, mientras que la de
Liebknecht buscaba ser la continuidad de la revolución bolchevique en suelo
alemán, justo lo que Lenin estaba esperando para salvar su propia revolución.
Proclamación de la república por Liebknecht. |
La izquierda alemana estaba
profundamente dividida ya que defendía dos modelos políticos enfrentados. Para
triunfar uno u otro dependían del apoyo del USPD, nacido de la polémica sobre
el apoyo socialdemócrata a la guerra. En ese partido había muchos partidarios y
simpatizantes de la revolución bolchevique en Rusia, pero también muchos detractores.
Lo único que les mantenía unidos era su afán por terminar la guerra.
La paz llegaría dos
días después, el 11 de noviembre de 1918. Al menos con los aliados, porque en Alemania
aún quedaba por saber qué izquierda iba a ganar –los socialdemócratas o los
comunistas- y qué tipo de república se iba a imponer. Y sobre todo, si la
república triunfante iba a ser reconocida y admitida por la mayoría del pueblo
alemán, también por la derecha nacionalista que consideraba que la paz había
sido una traición. Una manera de pensar que compartían millones de alemanes en
esos días, como ese cabo herido al que llegó la noticia del fin de la guerra
mientras estaba ingresado en un hospital de campaña. Ese soldado se llamaba
Adolf Hitler. Años después fundamentó su
éxito político en el odio y el rechazo a esta república nacida de la “puñalada
en la espalda”.
La Primera Guerra Mundial
había terminado, pero la paz tardaría algún tiempo en llegar a Alemania y al
resto de Europa.
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