Hans Erich Nossack fue
un escritor alemán que vivió entre 1901 y 1977. Tenía 42 años cuando fue
testigo de cómo en pocas noches se borraba del mapa una ciudad de 1,7 millones
de habitantes, una de las más grandes de Alemania. Describió esta experiencia
en el libro Der Untergang (El hundimiento),
en el que explicó cómo la población civil sufrió en sus propias carnes las
consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Es el testimonio más estremecedor
de uno de los capítulos más horribles de la guerra más horrible de la historia.
El infierno empezó a
las 21.51 horas del 24 de julio de 1943, cuando comenzaron a sonar las alarmas
antiaéreas. “Muchos no las tomaron en serio, porque un bombardeo, a esas alturas,
no tenía sentido”, contó Nossack que como la mayoría, se mostraba confiado ya
que hasta el momento Alemania apenas había sufrido bombardeos de importancia
–excepto en la vecina Lübeck. Nadie creía que una ciudad tan grande como Hamburgo
corriese peligro. Sin embargo, la metrópolis del Elba estaba a punto de morir. “De pronto todo parecía bañado por la luz
opalina de los infiernos".
En la noche del 24
de julio, 354 bombarderos británicos Lancaster, 239 Halifax, 120 Stirling y 68
Wellington descargaron 2.396 toneladas de bombas, plagando la ciudad de
incendios. Las fuerzas de rescate no daban abasto y el caos era total. Fue el
primer golpe. Al día siguiente, al mediodía del 25 de julio, la Octava Fuerza
Aérea de EEUU, con base en Inglaterra, lanzó otros 127 bombarderos contra el
astillero de submarinos Blohm&Voss y la fábrica de motores de aviación
Klockner. Fue un castigo añadido a una ciudad que todavía no se había
recuperado del ataque de la noche anterior.
Pero lo peor llegó tres
días después. El ataque desde el aire no tenía pausa. La ciudad sufría
constantemente las bombas y los bomberos no podían apagar los incendios. El
caos era total. El fuego en las calles y el calor del verano elevaron las
temperaturas de manera descomunal. De la mezcla del aire y el fuego nació una
tormenta letal, un Feuersturm que
mató toda forma de vida. A velocidades de más de 240 kilómetros por hora y a
temperaturas de 800º C la ciudad se convirtió en una trampa. El asfalto se
derritió. La gente se quemaba en las calles, y los que conseguían saltar a los
canales morían hervidos. No había oxígeno, y los que no habían sido
carbonizados, murieron asfixiados en los refugios y sótanos. Muy pocos lograron
salir con vida. Nossack los vio. "Lo
que contaban es tan increíblemente aterrador que cuesta entender cómo lograron
sobrevivir".
"Aquello era
completamente nuevo”, contó Nossack en sus memorias. “Era el final. En la
última de las noches, la cólera del mundo se intensificó como ningún ser humano
pueda imaginar. Una gran nube de tormenta había empezado a descargar justo en
el momento de la alarma. El ataque iba dirigido al último barrio que quedaba en
pie. Pero los bombarderos no lograron identificar el blanco debajo de la
tormenta y lanzaron las bombas a ciegas, dondequiera que cayesen. No podía
distinguirse si eran rayos y truenos o si eran bombas o fuego de
artillería". El olor a carne quemada incluso llegaba a los aviones
atacantes a centenares de metros de altura. Una verdadera carnicería.
En 10 días, la RAF, la
fuerza aérea británica, lanzó 8.621 toneladas de bombas, devastó 22
kilómetros cuadrados de terreno y mató a 40.000 personas, además de dejar a 125.000
personas heridas, de ellas 37.000 con heridas graves. Más de 900.000 habitantes
de la ciudad quedaron sin hogar, más de uno de cada dos. Hamburgo había dejado
de existir.
Los británicos
bautizaron el ataque como la Operación Gomorra, el nombre de una ciudad del
Antiguo Testamento habitada por pecadores y destruida por la ira de dios que
lanzó sobre ella fuego y azufre. Hace 70 años Hamburgo sufrió esa ira, fue la
primera de las grandes ciudades alemanas en ser destruida. Le seguirían todas
las demás.
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