El río Isábena recorre a duras penas sus 69 kilómetros desde sus fuentes en el Pirineo aragonés hasta morir en el río Ésera, cerca de la ciudad de Graus, en la comarca oscense de la Ribagorza. El Isábena no lo tiene fácil. A diferencia de otros ríos, éste ha tenido que trabajarse muy duramente su caudal, horadando la roca y rodeando las montañas. Es un río duro, fuerte y con un carácter forjado a base de chocar contra las piedras. Pero su persistencia y cabezonería aragonesa ha tenido como fruto un paisaje de lo más bello. Un valle abrupto y salvaje que hace mil años fue una frontera entre dos mundos distintos y enfrentados.
El Turbón, el rey de la Ribagorza. |
En el siglo X la Península Ibérica era tierra de encuentros entre dos civilizaciones enfrentadas. El Islam había conquistado la antigua Hispania romana y visigoda y la había convertido en Al-Andalus, la tierra más occidental de un vasto imperio que llegaba hasta la lejana Persia y más allá. Cuando en el año 711 los guerreros musulmanes desembarcaron en la Bahía de Algeciras, solamente tuvieron que dar un empujón para conquistar la península sin apenas encontrar resistencia. Se asentaron en las mejores tierras, los fértiles valles de los grandes ríos y las mesetas de clima templado, y abandonaron el resto a su suerte. Esto incluía las zonas montañosas del norte de clima frío, donde era difícil vivir y casi imposible cultivar. Una de esas zonas era el valle del Isábena.
Vigilado de cerca por los musulmanes, el valle lentamente fue poblado por cristianos que vivían una existencia pobre y extrema. Con apenas tierras fértiles que labrar y pocos pastos para el ganado, los pobladores del Isábena sufrían una economía de subsistencia que dejaba poco margen para el lujo. Frío, hambre y miedo a los constantes ataques de los musulmanes. Esta era la vida que llevaban los habitantes de la Ribagorza en la misma frontera con el poderoso Califato de Córdoba.
Una manera de enfatizar la independencia del valle era subrayar su diferencia con el califato. El Isábena era un valle cristiano, y como tal sus habitantes construyeron iglesias, las últimas de Europa antes de entrar en tierras del Islam. Son iglesias pequeñas y modestas, pero de una belleza increíble. Encaramadas en las laderas empinadas, sus modestos campanarios románicos llamaban a misa a los fieles o alertaban de la llegada de una correría musulmana -o cristiana de un valle rival- que iba a saquear sus escasas pertenencias.
El centro de este pequeño mundo era la ciudad de Roda. Un pequeño enclave de piedra de estrechas calles y rincones de ensueño sobre una colina desde la que se puede vigilar el valle. En lo más alto, la pequeña catedral recordaba al viajero del siglo X que esta era la capital del valle. Y no sólo al viajero. Roda fue objetivo de insistentes ataques desde el lado musulmán. El más importante sucedió en el año 1006 y lo capitaneó el propio hijo de Almanzor, el señor todopoderoso de Córdoba, que destruyó completamente la pequeña catedral.
Pero las tornas ya estaban cambiando. Poco a poco. A principios del siglo XI el poder del Califato de Córdoba desapareció y fue sustituido por muchos reinos más pequeños y débiles. Había sonado la hora de la revancha para los sufridos habitantes cristianos del valle. En el año 1064 conquistaron la ciudad de Barbastro en lo que sería la primera cruzada de la historia. Los cristianos pasaban a la contraofensiva. Se acabó la vida pobre y encerrada en el valle. Ante ellos se abría la fértil tierra de Al Andalus. Poco antes la Ribagorza pasó a formar parte de un reino nuevo: Aragón. Había comenzado la reconquista.
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