La catedral de Cracovia. |
El frío y la oscuridad de la tarde atraparon la ciudad. No había nadie en las calles, lo cual no era extraño por la hora y la época del año. Un silencio mortífero solamente roto por el aullido del viento se había adueñado de esta urbe rica y normalmente bulliciosa de mercaderes. Pero no era un silencio normal. Era el silencio del miedo, un temor que paraliza y que hace que las personas se escondan y aguanten la respiración con la vana esperanza de no ser descubiertos. Era el invierno del año 1240 y Cracovia estaba en peligro. La muerte cabalgaba a toda prisa hacia la ciudad en busca de sangre y botín. Polonia estaba siendo asaltada por el apocalipsis del siglo XIII: las hordas mongolas.
El gran rey mongol Gengis Kan había muerto pocos años antes pero había dejado a sus herederos el imperio más grande jamás conocido en la historia de la humanidad. Desde China, pasando por las interminables estepas siberianas y desiertos del centro de Asia y Persia, las hordas de los guerreros mongoles galoparon como rayos sobre sus pequeños caballos de guerra y fueron derrotando uno a uno a los diferentes enemigos que se atrevieron a plantarles cara. Pero muerto el fundador de este inmenso imperio el peligro no amainó.
Guerreros mongoles. |
Sus hijos y nietos tomaron el relevo con la firme intención de seguir cabalgando hacia el horizonte destruyendo y matando a su paso. El rico califato de Bagdad y las ciudades de Oriente, las desafiantes islas del Japón (si quieres leer más sobre los intentos de invasión mongoles de Japón pincha aquí), y la pequeña y alejada Europa iban a ser las próximas víctimas. La Horda Dorada compuesta por varios miles de guerreros invadió las interminables estepas rusas y asaltó las pocas ciudades que se interponían a su paso. Los orgullosos nobles rusos fueron masacrados y sus vasallos esclavizados. Su derrota abrió las puertas a la llanura centroeuropea, y el primer reino de la lista era el de Polonia.
En el invierno de 1240/41 la horda ya estaba a las puertas de Cracovia, la ciudad más importante de los polacos, en la que destacaban las torres de su catedral de Santa María que dominaban la silueta de la urbe. Desde allí se podía divisar a varios kilómetros a la redonda, y desde allí los vigilantes descubrieron una pequeña mancha marrón en el horizonte que en forma de serpiente se acercaba sin pausa a la ciudad avanzando entre la nieve y la ventisca. Con el paso de las horas esa mancha crecía lentamente hasta que ya se distinguían las lanzas y los estandartes mongoles.
Un lejano ritmo de tambor, seco y constante como el latido de un corazón, iba marcando la marcha de la columna. Al principio no era más que un rumor lejano transportado por el viento. Pero al anochecer ese latido ya se podía oír claramente al otro lado de las murallas. Un ritmo que atravesaba puertas y paredes y perseguía a los ciudadanos aterrados hasta sus más recónditos escondites. Ya estaban aquí.
Trompetista tocando en la torre. |
Cuando la columna mongola se iba acercando a la ciudad, un joven trompetista se encontraba en la torre de la catedral dispuesto a alarmar a sus conciudadanos sobre el ataque enemigo. Era el responsable de avisar a los defensores para que ocuparan sus puestos de combate. Los invasores ya estaban cerca y cuando comenzaron a desplegarse para sitiar las ciudad, el joven trompetista comenzó a soplar su instrumento con todas sus fuerzas. Tocaba el Hejnał mariacki, una balada de viento que durante años había advertido a los cracovianos de los peligros que les acechaban.
El joven trompetista tocaba con todas sus fuerzas la melodía triste y solemne mientras toda la ciudad le escuchaba con una mezcla de terror y de alarma. El músico ponía todo su empeño y toda su fuerza, como si sus notas pudieran salvar a su patria. Tocaba firme y concentrado mientras las notas se adueñaban de Cracovia transportando su trágico mensaje.
De repente la melodía cesó. Bruscamente. Sin sentido. El joven trompetista dejó de tocar sin acabar la pieza. Una flecha mongola le había atravesado el cuello. Un silencio sepulcral se hizo dueño del momento. Un silencio de muerte. El joven trompetista falleció, y como él miles de sus conciudadanos que perecieron víctimas del saqueo cruel y espantoso que destruyó la antigua Cracovia medieval.
Hoy, cada hora un trompetista toca la triste balada de Hejnał mariacki desde la torre de la catedral en recuerdo de aquel suceso de hace casi ocho siglos.
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