Desierto del Gobi. |
Un anciano murmuró unas frases en latín mientras velaba el cadáver de su amigo. El sol se estaba poniendo dando paso a un juego de sombras espectacular entre las dunas. Una pequeña brisa de aire caliente llegaba del desierto y acariciaba la cara de los asistentes al funeral, entre los que destacaba una mezcla de europeos mayores y asiáticos, y muchos jóvenes con rasgos mixtos. Estaban tristes porque había muerto uno de los miembros más destacados de su comunidad, enclavada en la frontera del imperio Chino frente a uno de los desiertos más inhóspitos del planeta.
Durante toda su vida Quintus Octavius Trigeminus había sido un soldado romano profesional. Había sobrevivido a numerosas batallas y las cicatrices que poblaban su cuerpo daban fe de que había arriesgado su vida tantas veces como había empuñado su arma. Pero a diferencia de la mayoría sus colegas legionarios contemporáneos, los enemigos Quintus Octavius eran de tierras muy lejanas y de imperios de cuya existencia la mayoría de romanos ni siquiera llegaban a sospechar. Este soldado había luchado primero contra los partos, y después contra los chinos y por último contra los tibetanos hasta que finalmente murió, ya anciano, rodeado de sus hijos y nietos al borde del desierto del Gobi. ¿Cómo había llegado hasta allí?
Marco Licinio Craso. |
Muchos años antes, Quintus Octavius Trigeminus no era más que un joven plebeyo que vagaba por las calles de Roma en busca de un empleo que le diera un jornal y de un trozo de pan que llevarse a la boca. Eran tiempos convulsos en los que la república romana se encontraba en su última fase y estaba dominada por un triunvirato formado por el joven Julio César, el victorioso general Pompeyo y el hombre más rico de Roma, Marco Licinio Craso, que hizo fortuna gracias a la especulación inmobiliaria. Imperaba la violencia en las calles y la criminalidad y la pobreza hacían muy peligrosa la vida a orillas del Tíber. Quintus Octavius no tenía nada, y mucho menos un futuro en esa ciudad implacable e inundada de basuras y miseria. Pero de pronto surgió una oportunidad.
Craso quería sumar la gloria militar a su enorme riqueza. Por eso invirtió su fortuna en reclutar un ejército que marcharía a oriente a luchar contra los partos, los herederos de los antiguos persas. Quintus Octavius se enroló. Sopesó la situación, y realmente la vida de soldado no entrañaría muchos más riesgos que la vida de un joven en las callejuelas inmundas de Roma, pero a cambio tendría un sueldo y comida todos los días. Merecía la pena correr el riesgo.
Meses más tarde, en el año 53 a.C., el joven llegó a la provincia romana de Siria. Formaba parte de un enorme ejército de 43.000 legionarios decididos a vencer a los partos, pero las cosas se torcieron demasiado pronto. Hacía mucho calor y los legionarios sufrían una sed espantosa mientras se adentraban a pie en el desierto equipados con sus armas pesadas y armaduras. Craso quería provocar una gran batalla decisiva en la que derrotar a su enemigo, pero los partos le dejaron avanzar hasta que su ejército llegó a un pueblo llamado Carras. Entonces atacaron. Montados a caballo, una lluvia de flechas hostigaba a los legionarios constantemente sin que ellos pudieran responder. Cuando los romanos ya estaban debilitados, una carga final de la caballería acorazada parta los destrozó. La mayoría murió, entre ellos Craso, y los últimos 10.000 se rindieron, entre ellos Quintus Octavius Trigeminus.
Carras había sido una de las peores derrotas sufridas por los romanos hasta el momento, pero los partos se comportaron con cierta humanidad con los vencidos. Los historiadores romanos Plinio y Plutarco cuentan que les dieron a elegir entre convertirse en esclavos o en seguir luchando, pero esta vez para el Imperio Parto. Quintus Octavius decidió seguir luchando, y como él unos 1.000 legionarios más. Se les conocería como la ‘legión perdida’. Fueron enviados a la esquina más oriental del territorio de los partos, la más peligrosa y a la vez la más alejada del Imperio Romano. Allí, en el límite de lo que en su día había sido la frontera del gran reino de Alejandro Magno, los legionarios se fortificaron con una empalizada de madera al estilo romano y se prepararon para hacer frente a sus nuevos enemigos.
Continuará.
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