12/4/11

EL PODER, ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA

La ventisca de nieve dio paso a una intensa helada. Se hizo de noche pero el rey seguía de rodillas de cara a la puerta del castillo. Se estaba congelando. Iba descalzo y solamente vestía un cilicio áspero de penitente hecho de pelos de cabra que no dejaba de picar. Mientras, dentro de la fortaleza, bien abrigado y al calor de una hoguera, un Papa impasible le dejaba helarse de frío por sus pecados. El rey, de 26 años, estaba al límite de sus fuerzas, pero tenía que resistir. El sufrimiento era su castigo. Estaba en juego la salvación de su alma. Y también su corona.

Según cuentan la historia, esta escena se debió desarrollar de manera parecida entre el 25 y el 28 de enero del año 1077 en el castillo de Canossa, en plena cordillera de los Dolomitas, en el norte de Italia. El rey era Enrique IV. Su reino, el Sacro Imperio Romano, era la potencia más poderosa de la Cristiandad. El Papa era Gregorio VII. Fue el primero que se enfrentó al poder imperial y había excomulgado al rey por inmiscuirse, según él, en los asuntos de la Iglesia.

Enrique IV.
El conflicto entre ambos personajes fue uno de los más enconados e importantes de la Edad Media europea. Estaba en juego uno de los eternos dilemas del cristianismo: Quién debía ostentar el poder, ¿el representante de Dios o el emperador? Desde época del emperador romano Constantino la respuesta parecía clara. Como había dicho, supuestamente, el propio Jesucristo: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Esto se interpretó en que el Papa velaba por las almas de los cristianos, y por lo tanto por los asuntos espirituales, mientras que el emperador se encargaba de lo terrenal, es decir, la política.

Sin embargo Gregorio VII no lo tenía tan claro. Reivindicaba el poder político de la Iglesia y su independencia, por no decir primacía, sobre el imperio. Por su parte, el rey, que aspiraba a ser nombrado emperador por el Papa y que se presentaba como el heredero de los emperadores romanos, consideraba que la Iglesia no era más que una institución espiritual y que sus miembros –que gobernaban extensos y ricos feudos del imperio- eran vasallos que podía nombrar y destituir a su placer. El conflicto entre ambas partes estaba servido.

En el año 1074 el Papa emitió una serie de edictos en los que prohibía a los laicos a nombrar obispos, y por lo tanto disponer de sus feudos, y sometía al rey a la voluntad de la Iglesia. Lógicamente, Enrique IV y gran parte de sus obispos –nombrados por él- se opusieron y el rey reaccionó nombrando a un Papa alternativo.

Gregorio VII.
Sin embargo, Enrique IV tenía muchos enemigos, entre los que estaban los nobles de su reino que recelaban de su poder y de su aspiración a ser nombrado emperador. Gregorio VII se aprovechó de ese punto débil y utilizó su arma más poderosa: Excomulgó a Enrique, expulsándole de la Iglesia. Como ya no era cristiano, los nobles no tenían que seguir obedeciéndole. Enrique se había quedado sin reino. De un plumazo el poder espiritual había borrado al terrenal e incluso los nobles nombraron a un nuevo rey.

No le quedaba otra alternativa más que negociar. Primero lo hizo con los nobles, a los que prometió más autonomía e influencia si le volvían a reconocer como rey. Pero quedaba el mayor escollo de todos. Tenía que ser perdonado por el Papa. Para ello se dirigió al castillo de Canossa, pero no de cualquier manera sino haciendo penitencia.

Después de tres noches a la intemperie del frío invierno de la montaña, el Papa mandó abrir las puertas del castillo e hizo entrar a Enrique. Estaba perdonado. Pudo dar la vuelta a la situación, ya que si el Papa podía excomulgar a un rey, no podía ignorar a un penitente.   

Pero la paz no duraría mucho. Enrique lograría ser emperador, pero nunca reconoció el poder del Papa. Fue excomulgado otra vez y murió solo y humillado.

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