25/2/14

Carlomagno: crecer o morir

Crecer o morir, esa era la disyuntiva a la que se enfrentan los grandes imperios de la historia. Son como máquinas insaciables que deben ser alimentadas constantemente con nuevos territorios y recursos. Porque si dejaban de ser cebados con nuevas conquistas y más guerras, ellos mismos se acaban devorando. Es lo que le pasó al imperio de Carlomagno, el emperador que hoy es honrado como el “padre de Europa” y que murió hace 1.200 años, el 28 de enero de 814.

Los grandes imperios de la historia siempre han fascinado a las generaciones posteriores. Sus emperadores y reyes son celebrados como grandes generales y mejores gobernantes, y el nombre de sus dominios es de obligado aprendizaje en los colegios. También son presentados con orgullo como el origen de nuestro presente. Por ejemplo, el Imperio Carolingio, que consta como el origen medieval de la Europa actual.

De sus gobernantes destaca uno, Carlomagno, el primer emperador en Europa occidental tras la caída del Imperio Romano. Su nombre es sinónimo de grandeza y de unidad. Por eso, y para honrarlo, cada año se entrega el premio ‘Carlomagno’ a una persona que haya demostrado su compromiso en la construcción pacífica de Europa. 1.200 años después de su reinado, se ha convertido en un ejemplo y en un referente de la Europa de hoy que hace bandera de su bienestar y, sobre todo, de la diplomacia como método para dirimir los conflictos.

Estatua de Carlomagno y bandera de la UE.
Sin embargo, el imperio de Carlomagno era todo menos pacífico. De hecho, si lo hubiera sido, no habría durado apenas unos años y, seguramente, no habría sido lo grande que llegó a ser y Carlomagno no sería hoy un referente al que se honra con premios en su nombre. 

Lo explica el historiador británico Peter Heather. Él sostiene en su último libro, “La restauración de Roma”, que los nuevos reinos germánicos surgidos tras la caída del Imperio Romano occidental en Europa, entre ellos el de los francos de Carlomagno, estaban condenados a una existencia de lucha constante y de conquista para mantener su propia existencia.


El fin del Imperio Romano

Cuando el Imperio Romano dejó de existir en Europa occidental en el año 476 d.C. (el imperio oriental seguiría existiendo formalmente hasta la caída de Constantinopla en el año 1453), se llevó consigo una organización estatal centralizada y burocratizada que contaba con un ejército profesional. El mantenimiento de ese poder estatal se conseguía mediante la recaudación de impuestos, y estos, a su vez, se cobraban en función de las riquezas que proporcionaban las tierras.

Hasta la revolución industrial, que no ocurriría hasta 1.400 años más tarde, las principales riquezas y recursos del ser humano eran agrícolas. Las tierras en las que se sembraba y se pastaba al ganado eran la base de la riqueza. Por lo tanto, mientras más tierras fértiles se controlaban, más riquezas se poseían. Es decir: mientras más tierras tuviese el imperio, más impuestos se podían recaudar y más poder militar estaba a su disposición.

 
Los reinos bárbaros tras la caía del Imperio Romano de occidente.
En este sentido, Peter Heather explica que la caída del Imperio Romano se debió, fundamentalmente, a la pérdida del control de provincias ricas y estratégicas, en concreto el África del norte en torno a Cartago, el granero de Roma en esa época. Fue conquistado por los vándalos hacia el año 430 d.C. y dejó de pagar impuestos al imperio que, de esta manera, dejó de ingresar los recursos necesarios para seguir pagando a sus ejércitos.

Sin dinero que recibir, los soldados dejaron de luchar. Los mercenarios bárbaros, los foederati que habían entrado en el imperio no tanto para destruirlo como para hacerse con sus riquezas, decidieron hacerse ellos mismos con el control político y con ello de los recursos disponibles, ya que sus antiguos superiores ya no podían pagarles sus soldadas. Por eso el general godo Odoacro simplemente apartó al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo, y dio carpetazo a casi mil años de historia.

Así fue como, grosso modo, cayó el Imperio Romano: No fue simplemente una invasión bárbara, sino que se quedó sin recursos y cuando no pudo pagar la factura de sus soldados, estos –que eran en su mayoría bárbaros- decidieron cobrársela por su cuenta.


El reino de los francos

El imperio centralizado y burocratizado había dejado de existir porque no podían pagar esa burocracia ni a su ejército, y los reinos que le seguirían (de los francos, vándalos, visigodos y ostrogodos, los burgundios, etc.), aunque trataron siempre de justificarse como los herederos de Roma, funcionaban de otra manera.

El trono de Carlomagno.
Los reyes francos, por ejemplo, no lo eran por una cuestión estrictamente legal. Aunque sí estaba aceptada la legitimidad de los hijos y familiares de un linaje como herederos al trono (los merovingios primero y los carolingios después), y acabaron por adoptar la llamada “voluntad de Dios” para explicar por qué una persona era rey y no otra, en realidad, cada vez que un candidato llegaba al trono, tenía que comprar literalmente sus apoyos entre los nobles que le rodeaban, los futuros condes, duques y marqueses.

La causa es muy sencilla: a falta de los recursos (tierras) del antiguo Imperio Romano, los francos no podían permitirse un ejército profesional leal al rey (que era el que pagaba), por lo que los ejércitos francos eran en realidad la suma de los pequeños ejércitos (al principio bandas de guerreros) que los nobles podían reunir para sumarlos y ponerlos a disposición del rey.

Estaban obligados a hacerlo, ya que estos nobles no pagaban impuestos –otra causa de los menores ingresos de los reyes francos con respecto a los emperadores romanos-, y el servicio militar era el servicio por excelencia que le debían a su señor. Pero ese servicio no era gratis: o se recompensaba debidamente o podía volverse en contra del rey ya que, evidentemente, el monarca no tenía un ejército propio con el que defenderse de sus propios nobles en caso de problemas.

Entonces, ¿cómo podían los reyes recompensar a los nobles? Muy sencillo: conquistando tierras, ya sea la de los nobles rebeldes que se oponían en un principio a la subida al trono del candidato vencedor o, muy especialmente, las de los reinos vecinos.

Es decir, para que un rey pudiera primero optar al trono y asegurarlo después, tenía que ir a la guerra constantemente para saquear y conquistar las riquezas necesarias con las que pagar a sus cómplices. Si no lo hacía, éstos se volverían contra él y saquearían su propio reino.



Esto explica que Carlomagno, además del reino franco que había heredado de su padre, se apoderara también del reino de los lombardos en Italia, de los territorios al norte del río Ebro en Hispania y de los territorios de los bávaros, que mantuviera una guerra sangrienta de más de 30 años contra los sajones en Germania y que llegara hasta el norte de los Balcanes en los 46 años que reinó entre los años 768 y 814. Fue una expansión impresionante que unificó militarmente bajo un solo poder una franja de terreno parecida al antiguo Imperio Romano occidental.


Sumando a ello el prestigio que atesoró el propio Carlomagno como general y gobernante en su constante ampliación de sus territorios, hizo que fuera coronado emperador en la navidad del año 800 por el papa. Fue el momento álgido de los carolingios. Sin embargo, sólo algo menos de 30 años después de su muerte, en el año 843, su imperio se dividió entre sus sucesores que no tardaron en embarcarse en terribles guerras entre ellos y que terminaron, a la larga, por destruir definitivamente el imperio. ¿Por qué?


El fin de la expansión y del imperio

Según Peter Heather la causa era la multitud de herederos francos y, sobre todo, la falta de posibilidades de seguir con la expansión del imperio y, con ello, la falta de recursos nuevos con los que pagar la lealtad de los nobles.

A la muerte del hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, en el año 840, le sucedieron sus tres hijos Lotario, Luis el germánico y Carlos el calvo. A diferencia de su padre, de su abuelo Carlomagno y de sus antecesores Pipino el breve y Carlos Martel, esta vez existían tres pretendientes al trono a la vez y con fuerzas suficientes para disputarlo, ya que el heredero no tenía que ser automáticamente el primogénito. En un principio, y como ninguno era lo suficientemente fuerte como para imponerse a los demás, se dividió el imperio en tres partes según el Tratado de Verdún en el año 843. Sin embargo, eso no supuso la paz.



Cada grupo de partidarios de los nuevos reyes quería su parte del botín y ser recompensados por su apoyo. Eso significaba la guerra contra sus vecinos, en este caso contra sus hermanos porque ya no era posible empezar nuevas guerras de conquistas contra enemigos exteriores: o éstos eran muy poderosos (como por ejemplo los musulmanes del Califato de Córdoba), o los propios reinos francos eran demasiado débiles debido a su división. Así fue como las espadas francas se acabaron por dirigir contra los propios francos.

Las guerras entre los distintos reinos francos los debilitaron cada vez más, sobre todo de cara a los propios nobles. Llegó un momento que los reyes, para poder seguir contando con los ejércitos de sus nobles, tenían que hipotecar sus propias tierras y riquezas. Es decir, como no conseguían robar las tierras y riquezas de otros, tenían que entregar las suyas propias. Perdían así poder ellos mismos y se iban igualando cada vez más a sus propios nobles hasta que, con el paso de los años, apenas existía diferencia entre el rey y ellos. 

Llegó un momento en el que los monarcas francos se estaban quedando sin riquezas que repartir y por ello sin la posibilidad de reclutar tropas con las que podría revertir la situación conquistando nuevas tierras. Es decir, los reyes francos fueron cayendo en el mismo círculo vicioso del Imperio Romano 400 años antes: sin impuestos, sin riquezas y sin soldados. Sólo era cuestión de tiempo que los nobles les dieran una patada a los reyes carolingios y se disputaran ellos mismos el trono.

Y eso es lo que ocurrió. En la parte oriental del antiguo imperio, en Germania, el último carolingio, Arnulfo de Carintia, fue sustituido en el año 899 por uno de los nobles de su entorno. En la parte occidental, en Francia, la dinastía aguantaría casi un siglo más, pero ya sin poder ninguno y en un estado de suma debilidad ante los nobles hasta que en el año 987 Luis V el indolente cerró la lista definitivamente de la dinastía carolingia.


Los últimos reyes francos no pudieron seguir las conquistas de sus antecesores y por ello no pudieron conseguir las riquezas necesarias para pagar a sus seguidores, los cuales, ante la creciente debilidad de los reyes carolingios, acabaron con ellos. El imperio, cuando dejó de crecer, murió.        

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