27/3/12

EXPULSADO POR EL BIEN DE LA DEMOCRACIA


Acrópolis de Atenas.
¿Se imaginan a nuestro Parlamento decidiendo el exilio forzoso de un millonario por el posible peligro que pudiera representar para nuestra democracia?  ¿O de un político carismático, e incluso de un deportista o cantante de éxito? Eso es lo que ocurría en la Atenas clásica, en el siglo V. a.C., donde la asamblea popular, la Ekklesía, tenía la potestad de enviar al exilio a aquellos ciudadanos que podrían utilizar su fama e influencia para pervertir e incluso socavar la democracia. Para ello cada ciudadano escribía el nombre del personaje en cuestión sobre un trozo de cerámica, un ostracon. Si había quórum suficiente y era votado por la mayoría, el señalado tenía que marcharse de la ciudad durante diez años. Era el llamado ostracismo.

Para comprender esta medida hay que entender que Atenas era una excepción en el mundo griego dividido en polis, ciudades-estado independientes, cada una con una forma de gobierno diferente. La manera tradicional de ejercer el poder era a través de la aristocracia o de un tirano que se hacía con el gobierno de manera ilegítima.

Temístocles.
Atenas había sufrido estas formas de gobierno y gracias a las reformas, primero de Solón y después de Clístenes, contaba con un sistema de participación ciudadana basado en la igualdad política (isonomia) de cada ateniense. Pero eso era un bien muy frágil y los peligros acechaban, por lo que hubo que idear mecanismos para prevenir los posibles peligros que pudiera sufrir la democracia.

Los atenienses no se andaban con chiquitas. El ostracismo fue muy utilizado, y sus víctimas solían ser personajes muy válidos y comprometidos con su comunidad que acabaron pagando su compromiso y liderazgo con la expulsión.

Fue el caso, por ejemplo, de Temístocles (524 – 459 a.C.), estadista y estrategos (general) que venció a los persas en Maratón salvando a su ciudad de una más que probable destrucción y la vuelta a la tiranía. Más tarde, con la segunda invasión persa, volvió a salvar a su pueblo y a toda Grecia con su victoria naval de Salamina que destruyó a la flota persa. Demasiada gloria militar y demasiada influencia.

Temístocles pagó su éxito con el exilio en el año 472 a.C. Fuera de Atenas nadie le quería acoger en su ciudad, así que tuvo que huir hacia el único sitio que le quedaba: a Persia. Fue precisamente su antiguo enemigo quien sí supo valorar sus habilidades y le nombró gobernador. Temístocles, gran vencedor de Maratón y Salamina, destructor de los sueños de conquista persa y salvador de la independencia del mundo heleno, murió en 459 a.C. siendo un sátrapa persa.

El exilio del ‘Justo’
Lo mismo le ocurrió a Aristides, apodado ‘el Justo’. También era militar y fue colega de Temístocles en las guerras Médicas contra los persas aunque se opuso a él a la hora de querer convertir Atenas en una potencia marítima. Eso fue lo que le condenó. Cuenta una anécdota que durante la votación de su ostracismo un ciudadano analfabeto –que obviamente no sabía qué aspecto tenía- le pidió que escribiera Aristides en un ostracon. Éste, sin revelarle su identidad, le preguntó qué es lo que tenía contra él, a lo que el ciudadano contestó que no le soportaba porque todo el mundo le llamaba ‘el Justo’. Aristides entonces escribió su nombre.
Ostracon.

El ostracismo continuó en Atenas hasta el fin de la democracia. Su última víctima fue precisamente un demócrata radical, Hipérbolo, que fue enviado al ostracismo en el año 417 a.C. y asesinado en el exilio por los oligarcas.

Finalmente la antigua aristocracia recuperó el poder y la democracia desapareció en Atenas y el resto del mundo griego. El ostracismo no sirvió para salvarla y probablemente apartó de Atenas a personajes muy válidos condenados, como el caso de Aristides, solamente por pura envidia y fácilmente manipulable. Pero no dejó de ser un instrumento político interesante defendido por grandes pensadores.

Por ejemplo el filósofo Aristóteles justificaba así la necesidad del ostracismo: Un punto igualmente importante en la democracia y en la oligarquía, en una palabra, en todo gobierno, es cuidar de que no surja en el Estado alguna superioridad desproporcionada... Porque el poder es corruptor y no todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio de la prosperidad... Es, sobre todo, por medio de las leyes como conviene evitar la formación de estas personalidades temibles, que se apoyan ya en la gran riqueza, ya en las fuerzas de un partido numeroso. Cuando no se ha podido impedir su formación, es preciso trabajar para que vayan a probar sus fuerzas al extranjero... (La Política, Aristóteles).

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