18/10/11

EL ÚLTIMO EMPERADOR

Pu Yi, el último emperador.
Todo ocurrió muy rápido. De un golpe. Los soldados entraron en tropel, desarmaron a los guardias y tomaron el palacio. Sin sufrir resistencia, sin una sola baja. De un plumazo habían profanado el recinto más sagrado, temido y verenado del imperio con una facilidad pasmosa. Pero no sólo eso. También habían conquistado el centro del viejo régimen, el símbolo del poder y de la divinidad del mundo. En su osadía, los soldados capturaron al último de una larguísima lista de dioses vivientes y todopoderosos monarcas. Habían detenido a Pu Yi, el último emperador de China.


La anterior escena ocurrió hoy hace 100 años, el 18 de octubre de 1911. La revolución nacionalista había llegado a Pekín y sus tropas habían capturado la ciudad prohibida. Aunque no sería hasta pocos meses después con la abdicación de Pu Yi y la proclamación de la república, el asalto y la detención del emperador significó el fin de una tradición de más de 2.000 años de antigüedad. La inició el primer emperador, Qin Shi Huang, llamado el unificador después de conquistar todos los reinos independientes de China en el año 221 a.C. Se hizo coronar emperador para demostrar que era más que un rey, y lo fue. Y como él también lo fueron cientos de otros emperadores de diferentes dinastías hasta llegar al siglo XX.
La ciudad prohibida.

El “imperio del centro”, como era llamado por los chinos reivindicando su supremacía frente a los demás pueblos del mundo, sobrevivió a múltiples riesgos y peligros, algunos casi mortales. Pero en su longevidad, que por un lado garantizaba su supervivencia, escondía el germen de su muerte. Las rígidas tradiciones e instituciones imperiales no permitían margen para cambios. La corte imperial sabía que si se abría a la modernidad y se adaptaba a los nuevos tiempos y a su ideología racional, perdería su autoridad milenaria basada en la sagrada figura del emperador.

Es decir, el emperador era divino y como tal se le debía obedecer. Nada que ver con las modernas ideas de democracia y de soberanía nacional que ya imperaban en el mundo occidental. Así fue posible que a principios del siglo XX en China todavía se llevaran a cabo ritos y funcionaran instituciones que ya existían cuando en Europa dominaban los romanos.

Pu Yi en su vejez.
Pero por mucho que se tratara de esconder al emperador tras los gruesos muros de la ciudad prohibida y se le ocultara a sus súbditos, la tradición imperial no pudo aguantar los envites de la modernidad. Hace cien años China era un país sin estado. Dividido en múltiples territorios dominados por los llamados señores de la guerra -personajes casi feudales con un ejército privado que imponían su ley-, el “imperio del centro” estaba completamente a merced de las potencias coloniales occidentales y no quedaba ni rastro de su antiguo poder y esplendor. Pero no todos los chinos estaban conformes con esta situación y apostaban por modernizar su patria para recuperar su independencia. Eran revolucionarios y nacionalistas, y el emperador Pu Yi era un estorbo para sus planes.

La historia del último emperador no pudo dejar de ser trágica. Después de su abdicación, Pu Yi se fue acercando paulatinamente a los japoneses, enemigos ancestrales de los chinos. Les apoyó en su última aventura imperialista en China y aceptó ser coronado emperador de Manchukuo, un estado títere absolutamente dependiente de Japón formado por las provincias chinas del norte. Las opiniones sobre su colaboracionismo son  dispares, oscilan entre los que defienden al Pu Yi y afirman que fue engañado, y los críticos que aseguran que no dejó nunca de aspirar a recuperar el trono celestial. En todo caso, a pesar de su historia, Pu Yi murió anciano. Sobrevivió a la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial y a la guerra civil china tras la cual los comunistas de Mao tomaron el poder. Tras pasar casi una década en un “campo de reeducación”, Pu Yi volvió a Pekín, pero esta vez como un humilde jardinero en el jardín botánico de la ciudad. Murió en 1967.

Adjunto una escena de la inolvidable película de Bertolucci sobre la vida de Pu Yi, el “último emperador”.      

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