22/9/11

Matanza entre hermanos

La carga de la Brigada Irlandesa.
Era de noche y hacía mucho frío. Estaba helando, algo normal para el mes de diciembre en aquel lugar de América del Norte. Pero lo que no lo era habitual era la multitud de cadáveres horriblemente mutilados y desfigurados que poblaban el campo que rodeaba la ciudad sureña de Fredericksburg. Todos tenían algo en común: eran hombres que habían muerto jóvenes y de manera horrible, y todos vestían un uniforme azul. Y algo más, todos eran irlandeses.

En diciembre de 1862 la Guerra Civil Americana, o Guerra de Secesión, estaba en pleno apogeo. Comenzó en la primavera de 1861 con la proclamación de secesión de varios estados del sur de los EEUU que no apoyaban la política del nuevo presidente Abraham Lincoln de intolerancia con la esclavitud. Estalló una guerra que se suponía que solamente iba a durar unas semanas. Como viene siendo habitual en todas las luchas, los soldados y sus familias estaban convencidos de que volverían a casa antes de navidad. Pero ya estaban a las puertas de la segunda festividad desde que estalló el conflicto, y este no solamente no se había terminado, sino que era cada vez más sangriento.

El culpable: el general Burnside.
La noche del 13 al 14 de diciembre de 1862 fue especialmente dura para los soldados supervivientes de la Brigada Irlandesa, una unidad del ejército unionista formada por emigrantes. Durante el día la mayoría de los soldados habían muerto en un ataque frontal absurdo e imposible ordenado por el general Burnside. Fueron víctimas de su incompetencia y de la metralla de los cañones y de las balas de los fusiles de los confederados bien atrincherados que les estaban esperando. Los irlandeses corrieron como locos y demostraron una valentía suicida para tomar las posiciones enemigas, pero no fue posible llegar hasta ellas. Nunca tuvieron la posibilidad de alcanzarlas. Un muro infranqueable de violencia y dolor se lo impidió. Los pocos supervivientes escaparon o se refugiaron cuerpo a tierra inmovilizados por los disparos enemigos.


Soldados irlandeses de la Confederación.
La mayoría había llegado en los últimos años escapando de la miseria y del hambre en su tierra natal. Cuando subieron a los barcos que los trajeron al nuevo mundo, no podían ni imaginar que participarían en una guerra que no comprendían, pero que apoyaban con el ansia del emigrante que quiere integrarse en su nuevo país. Se alistaron voluntarios para luchar contra el Sur, pero pocos sabían realmente por qué lo hacían.

Al otro lado de la trinchera sucedía lo mismo. La historia está llena de casualidades macabras, y en Fredericksburg los cañones que mataron a los irlandeses fueron disparados también por irlandeses del 1er Batallón del Regimiento de Infantería de Virginia, conocido en el ejército confederado como el “Batallón Irlandés”. También emigrantes huidos de su patria ingrata y miserable a los que solamente la casualidad les había ahorrado el destino de sus hermanos muertos unos pocos metros delante de ellos. Muchos de ellos seguramente habrían participado y muerto en el ataque si hubieran desembarcado en Nueva York en vez de hacerlo más al sur.

Bandera de la Brigada Irlandesa del ejército de la Unión.
La batalla había terminado y la noche disimulaba la espantosa escena del campo. Pero el sufrimiento no había cesado. Cientos de heridos y supervivientes de la carga suicida seguían tumbados delante de las trincheras confederadas. El frío horrible, el miedo y los gritos de dolor de los heridos hacían del campo de batalla la imagen más parecida al infierno. Hasta el más duro veterano podía perder la cabeza. No podían moverse, ni siquiera respirar hondo ya que el vaho delataría su posición. Los cuerpos muertos de sus  compañeros hacían de parapetos. Había que dormir entre los muertos.



Bandera de los irlandeses confederados.
Los francotiradores sudistas acechaban y observaban cualquier movimiento que pudiera delatar a los vivos de entre los muertos. Estaban de caza para rematar al enemigo vencido. De repente un cuerpo de entre miles se comenzó a revolver de dolor. Un soldado herido se había despertado y aullaba sujetándose la pierna agujereada mientras delataba su posición. Pero un disparo certero acabó con ese sufrimiento. ¿Quién disparó? ¿A quién había rematado? A lo mejor eran hermanos, del mismo pueblo, de la misma familia. Eran dos irlandeses, el ejecutor y el ejecutado, que se habían encontrado a miles de kilómetros de su hogar.

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