30/8/11

LA TORRE BLANCA

Es pequeña pero fuerte. Su aspecto de pastel de nata no revela a primera vista su función amenazante y militar. Erizada de cañones, la torre blanca vigila desde hace casi quinientos años la entrada de Lisboa, dominando el estuario del Tajo que, más que un río, allí parece una bahía. Es la entrada al océano, la última y la primera silueta de la patria que los marinos portugueses avistaban en sus aventuras que les hizo recorrer medio mundo y construir un imperio.

La torre fue también el último edificio que despidió para siempre al gran aventurero y marino Vasco da Gama cuando partió hacia su último viaje a la India en 1524. No volvería jamás vivo a Portugal, ya que nada más llegar a su destino contrajo la malaria que lo mató. La torre blanca fue lo último que vio de su querida Lisboa, y en cierto modo fue su hija, ya que un cuarto de siglo antes el gran marino había abierto la ruta de las especies, el camino hacia la India bordeando la costa africana. Ese viaje, del que solamente volvieron uno de cada tres marineros que partieron, proporcionó a Portugal su mayor época de riqueza y esplendor. Ahora, el gran marino yace a pocos metros de la torre, en el monasterio de los Jerónimos.

Tumba de Vasco da Gama.
La torre blanca era el símbolo de ese imperio. Mandada edificar por el rey Manuel, el monarca que dotaría a su país de un estilo propio e inimitable, la torre decidía quién tenía el privilegio de poder entrar en Lisboa y comerciar con las exquisitas y costosísimas especies de oriente, tan importantes en el mundo europeo del siglo XVI. La canela y la pimienta llegaban en toneladas a los muelles lisboetas y de allí partían, vendidas a precio de oro, hacia el resto de Europa.

Gracias al comercio Portugal fue rica y poderosa, y la torre blanca vigilaba para que eso siguiera así. Pero no pudo evitar que un buen día el comercio se acabara y que las especies ya no llegaran a Lisboa.

Portugal ya no podía alimentar a sus hijos. No supo o pudo aprovechar la breve etapa de esplendor y riqueza para modernizarse. Igual que un nuevo rico, no invirtió sus tesoros en su desarrollo, sino que se lo gastó importando lujos de otros lugares que, como los Países Bajos, se enriquecieron así con los tesoros portugueses.
Monumento a los descubridores.
En el extremo occidental de Europa, Portugal volvía al margen de los acontecimientos y a la pobreza. Como ahora, en pleno siglo XXI, su lejanía de los lugares donde se toman las decisiones y se reparte la riqueza, la condenó a esa decadencia y abandono que resulta pintoresca para el viajero, pero insoportable para el oriundo. La torre blanca dejó de proteger Lisboa de la codicia de los demás, y pasó a despedir a sus compatriotas, que a millares, huían de su tierra en busca de un futuro mejor.

Miles de campesinos míseros huyeron y se despidieron para siempre de su patria saludando a la torre blanca desde las cubiertas de los barcos que les llevaban a las colonias de Brasil, y después de su independencia, a África, el último reducto de lo que fue un gran imperio.

Pero lo que debería haber sido fuente de poder y riqueza se acabó convirtiendo en causa de dolor y pobreza. Ya en el siglo XX la dictadura, como todas las dictaduras, no quiso reconocer que el mundo había cambiado y se aferró al último vestigio colonial con una violencia y brutalidad. Una interminable guerra en las selvas de Angola, Mozambique y Guinea destrozó a una generación de jóvenes y arrasó esos territorios provocando un coste que todavía hoy siguen pagando los hijos de los guerreros de hace más de treinta años.

Esos guerreros acabaron con la dictadura a base de claveles, pero también con el imperio. Al igual que vio partir as sus predecesores, la torre blanca les vio volver, cabizbajos pero aliviados de seguir con vida. Fue el último episodio de la aventura portuguesa en el mundo. Pero la torre blanca sigue allí, donde el Tajo ya es océano, viendo pasar los barcos y despidiéndose de los marineros.


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