22/3/11

¿CUÁNTO CUESTA UN IMPERIO?

Didio Juliano
 La sangre del emperador Pértinax todavía estaba fresca cuando comenzó la puja. Había sido asesinado por su guardia pretoriana tan solo unas horas antes, cuando los hombres más ricos y poderosos de Roma fueron llegando al palacio imperial para participar en la subasta más extraña y a la vez más excitante de sus vidas. Los pretorianos iban a vender el trono imperial, el mismo que el gran Augusto había creado desde las cenizas de la antigua República 200 años antes.

La mayoría de los aspirantes a emperador eran senadores, miembros de la clase aristocrática de los patricios, los mismos que habían estado repartiéndose los cargos públicos y la riqueza de Roma desde hacía generaciones. Sus antepasados habían sido poderosos. Habían sido los que crearon con esfuerzo y sangre el gran imperio que ahora querían comprar. Sin embargo, desde que Octavio Augusto instauró dos siglos antes lo que se llamó el Principado, los senadores fueron perdiendo poder. Seguía siendo un honor pertenecer a este pequeño grupo de privilegiados, pero el mando pertenecía al emperador que solo hacía como que respetaba al senado. Pero ahora, tras el asesinato de Pértinax, existía una posibilidad real de alcanzar ese poder. Solo hacía falta dinero, mucho dinero.

Guardia Pretoriana
Los potentados se agolpaban en la gran sala principal del palacio. Eran muchos, ya que la noticia de la subasta había corrido de boca en boca a una velocidad de vértigo. Nadie quería perderse este capítulo tan grotesco. Una mezcla de vergüenza y de morbo inundaba la sala. Pero también de ambición y de nerviosismo.

Parecía imposible, pero el trono del imperio más poderoso de la tierra estaba a la venta. Su comprador sería el amo de la tierra y a su muerte sería venerado como un dios. No tendría más deudas y su voluntad podría decidir la vida o la muerte de sus súbditos, incluidos sus enemigos y sus acreedores. Participar en la puja suponía una vergüenza para cualquier romano de vieja casta, pero ante todo, era además un buen negocio.

La puja comenzó con una señal de uno de los pretorianos. Entonces los nervios y la tensión de los compradores estallaron. Cada uno gritaba su oferta, cada vez más alta y cada vez más alto hasta que no se podía distinguir ningún sonido coherente. Las voces
retumbaban en la gran sala imperial sin orden ni sistema, atropelladas, temerosas de no ser escuchadas y de perder la oportunidad de alcanzar la divinidad.

Pero el pretoriano movía la cabeza con rapidez, contestando con gestos a cada oferta que entendía perfectamente. La expresión de su cara demostraba una satisfacción cada vez mayor a medida que las sumas ofrecidas iban acercándose a cifras que él nunca se podía imaginar siquiera que un ser humano pudiera poseer. Ese dinero iba a ser suyo y de sus compañeros. Sabían que ese era el verdadero poder, ya que al igual que habían asesinado al anterior emperador podrían hacer lo mismo con el nuevo. Nada se lo iba a impedir. El dinero era mejor que el trono.

Moneda de oro con la efigie de Juliano.
A medida que la puja iba avanzando las voces se iban acallando. Las cifras eran cada vez mayores y eso era como un filtro que iba descartando candidatos a medida que se gritaba una nueva oferta. Al final solamente quedaron dos: Tito Flavio Sulpiciano, el suegro del emperador asesinado que no dudó en participar en la subasta con la sangre de su yerno todavía sin limpiar, y el senador Didio Juliano. Pujaron por Roma hasta que al final el precio quedó establecido: 25.000 sestercios para cada unos de los miembros de la Guardia Pretoriana. La pagaría Didio Juliano, nuevo césar de Roma por la gracia del dinero.

Los sestercios habían hablado, pero Didio Juliano no tardó en darse cuenta de que eso no era ni mucho menos suficiente para conseguir la legitimidad de su trono. El nuevo emperador fue odiado por su pueblo que no le reconoció como gobernante, como tampoco lo hicieron muchos de los generales del ejército que se sublevaron y marcharon contra él desde las provincias del imperio. Su suerte estaba echada y duró exactamente dos meses. Es el tiempo que los pretorianos le consintieron en el trono antes de asesinarlo también a él.

Didio Juliano pagó una fortuna por un imperio que nunca poseyó. Y tampoco llegó a comprender por qué no podía disfrutar de su compra. Cuenta el historiador romano Dión Casio que sus últimas palabras fueron: “Pero, ¿qué he hecho mal? ¿A quién he matado?” Didio Juliano no había matado a nadie, pero lo que había muerto era el prestigio del imperio. Era el año 193 d. C. y había comenzado la decadencia.

 


2 comentarios:

  1. Creerás, Michael Neudecker, que ando un poco loca, pero este relato me resulta -sin sangre y con otros ingredientes- bastante actual. ¿No crees?

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