El
1 de abril de 1939, hace hoy 75 años, terminó oficialmente la Guerra Civil Española.
La célebre frase del último parte de guerra franquista no pudo ser más escueta
tras tres años de luchas sangrientas: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado
las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.
El 28 de marzo los soldados de Franco, que durante casi tres años
habían estado asediando Madrid, salieron de sus trincheras en la Casa de Campo
y en los alrededores de la ciudad para entrar en la ciudad.
Durante casi tres años tuvieron que limitarse a observar a los
madrileños a través de sus prismáticos, sin poder pisar las calles. Estaban muy
cerca, tanto que podían ver perfectamente el movimiento de los tranvías y de la
gente andando por las aceras. Pero, a pesar de esta cercanía que les permitía
ver el rostro de sus víctimas, no dejaron de bombardear la ciudad con sus
cañones, destrozando cientos de edificios y segando miles de vidas.
Pero todo cambió el 28 de marzo. Ese día, los soldados franquistas
recibieron la orden de levantarse de sus refugios y de avanzar hacia las
trincheras enemigas, las mismas que habían impedido su avance durante meses y
años. Sin embargo, esta vez no hubo disparos. Madrid, tan furiosamente defendida en noviembre de 1936 por los milicianos republicanos, cayó sin
resistencia. Las trincheras republicanas estaban vacías.
Los soldados republicanos habían huido. Los que eran madrileños se
habían confundido con la muchedumbre que esperaba angustiada la llegada de sus
enemigos. Otros, los que no eran de Madrid, se habían marchado a sus pueblos y
ciudades con la esperanza de recuperar sus vidas de antes de la guerra. Y otros
muchos, miles, que se habían comprometido personalmente en la defensa de la
República, huían por las carreteras hacia el Levante con la esperanza de poder
embarcar y escapar de la previsible venganza del vencedor.
El 28 de marzo las columnas de Franco entraron en Madrid y se
encontraron con un recibimiento masivo. Miles de personas les dieron la
bienvenida con el brazo en alto saludando al estilo fascista mientras los
soldados ocupaban los edificios oficiales y se hacían con la ciudad. Muchas de
estas personas eran franquistas sinceros que habían estado viviendo ocultas
durante la guerra. Otras se mostraban ostensiblemente partidarias de los
vencedores con la esperanza de poder congraciarse así con ellos. La mayoría,
simplemente, estaba feliz de que la guerra hubiera acabado.
Madrid fue una ciudad muy duramente castigada por la guerra. No es que
solamente el frente pasara prácticamente en medio, por la Ciudad Universitaria,
la Casa de Campo y Carabanchel. Los bombardeos aéreos y de la artillería habían
convertido cualquier paseo por las calles en una lotería mortal. Con el paso
del tiempo, al miedo a morir en una explosión se sumó el hambre insoportable
cuando los suministros dejaron de llegar con la regularidad necesaria desde la
retaguardia republicana.
Y para colmo, al sufrimiento de la población madrileña asediada, hambrienta
y disparada sin cuartel, se sumó en el último momento el espectáculo bochornoso
de una pequeña guerra civil entre las fuerzas republicanas, lo que supuso la
señal hasta para el más optimista y taciturno de que la derrota era un hecho y
sólo cuestión de (poco) tiempo.
Una
guerra civil dentro de la Guerra Civil
Entre el 5 y el 12 de marzo, un grupo de oficiales del Ejército Popular
republicano encabezados por el coronel Casado y apoyados por políticos
socialistas entre los que destacaba Julián Besteiro y Wenceslao Carrillo, el
padre de Santiago Carrillo, dieron un golpe de estado en Madrid contra el
gobierno del también socialista Juan Negrín. Su objetivo era acabar la guerra y
rendirse a Franco con la esperanza, ingenua, de escapar así de las represalias.
Los soldados comunistas en la capital no secundaron este golpe y resistieron,
por lo que se llegó a combates sangrientos en las calles de la capital. Un
último episodio lamentable de desunión que solamente podía certificar la muerte
de la República.
Muchos republicanos eran conscientes de esto y huyeron para salvar sus
vidas. Unos meses antes, en enero y febrero de 1939, miles de personas habían
huido del avance franquista en Cataluña y se habían refugiado en Francia, que
les recibió internándoles en campos de concentración. Sin embargo, los
republicanos que estaban en Madrid no tenían otra posibilidad de escapatoria
que aventurándose a atravesar media España hasta las provincias del Levante y
confiar que un barco les salvara.
Miles de personas salieron de Madrid por la carretera hacia el este y se
dirigieron camino a la costa, al puerto de Alicante. Sin embargo, cuando
llegaron, no había ningún barco esperando. La flota republicana, bastante
numerosa y que podría haber desempeñado este último papel ayudando a escapar a
estos miles de desgraciados, había huido a su vez unos días antes y se había
entregado en los puertos franceses del norte de África.
El 31 de marzo llegaron barcos a Alicante, pero eran de la flota de
Franco. De ellos desembarcaron soldados franquistas y los miles de republicanos
que estaban esperando una salida cayeron prisioneros. Un día después, el 1 de
abril, ya no quedaba ciudad ni pueblo en poder de la República. La guerra había
terminado.
Los republicanos fueron atrapados sin posibilidad de escape. La
represión fue cruel. En Alicante, en Madrid, en todas las ciudades conquistadas
en el último capítulo de la guerra. Parafraseando al protagonista de la obra de
Fernando Fernán Gómez ‘Las bicicletas son para el verano’, no había llegado la
paz, había llegado la victoria.
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