Cuando
oímos hablar de Atenas o de Grecia irremediablemente lo asociamos al nacimiento
de la democracia, o mejor dicho, lo consideramos el lugar donde nació nuestro actual
sistema democrático. Sin embargo esta asociación, aunque repetida hasta la
saciedad y convertida en tópico, es sencillamente falsa.
En 1819 el francés
Benjamin Constant formuló el famoso discurso “Acerca de la libertad de los antiguos comparada a la de los modernos”. Quería dejar claro que no era posible
trasladar la antigua forma de gobierno de las polis griegas al nuevo
estado-nación de Europa occidental. Y es que, como explicó el propio Constant, “la
confusión de estas dos especies de libertad ha sido entre nosotros, durante
épocas demasiado célebres de nuestra revolución, la causa de muchos males”.
Los revolucionarios
franceses de 1789-1799, especialmente los jacobinos, se habían inspirado en la
democracia ateniense para llevar a cabo su programa democrático. Exigían al
pueblo el mismo compromiso y la misma dedicación que tenían los griegos, sin
embargo, las circunstancias habían cambiado considerablemente en los más de
2.000 años que les separaban de la época de Pericles o Demóstenes.
La Grecia clásica no
era un territorio unificado y ni mucho menos un estado. Estaba formada por
numerosos entes políticos llamados “polis”, lo que equivaldría a “comunidad política”.
Cada polis era de un tamaño diferente aunque solía coincidir con una ciudad. Aunque
tenían diferentes formas de gobierno –democrático, aristocrático, monárquico-
todas tenían en común que sus ciudadanos adquirían un compromiso colectivo con
ella.
El colectivo manda
Tanto el guerrero
espartano, adalid del régimen oligárquico griego por excelencia, como el remero
ateniense, su contrario, se sentían absolutamente identificados con su polis
superponiendo los intereses colectivos de su ciudad a los suyos propios. Tenían
la obligación –o el derecho- a ser soldados y su vida privada giraba en torno a
la participación en las diferentes instituciones públicas quedando poco o
ningún margen para la esfera privada. De hecho, no existía nada parecido a los
actuales derechos individuales. Estos no nacerían hasta el S. XVII-XVIII cuando
John Locke teorizó la inviolabilidad de la propiedad privada y su garantía por
el Estado.
Pericles |
Por ejemplo, al
comenzar la Guerra del Peloponeso el líder ateniense Pericles mandó a los
agricultores abandonar sus tierras y sus propiedades para retirarse a Atenas
ante el ataque espartano. Sabía que la fuerza de Atenas estaba en su flota y
sacrificó la tierra firme y a sus habitantes en esta estrategia que, de paso,
beneficiaba a los remeros atenienses, los verdaderos beneficiados de la
democracia. Los campesinos obedecieron a su líder y lo dejaron todo menos sus
armaduras y escudos de hoplita. Para ellos lo fundamental era su condición
ciudadana y su servicio a la polis.
La sumisión al
colectivo era tal que el mayor enemigo de la comunidad política era la stasis, un concepto griego cuyo
significado es muy amplio y abarca desde la simple discrepancia hasta la guerra
civil. Este miedo era igual en todas las polis, también en la democrática
Atenas donde se desarrolló la institución del ostracismo: el exilio forzado de ciudadanos cuyo carisma o
influencia podían poner en peligro la democracia e imponer la tiranía. Eso sí,
la elección de las víctimas –puramente especulativa- se hacía de manera “democrática”,
inscribiendo el nombre en un trozo de vasija llamado ostrakon. ¿Qué haríamos nosotros si pudiéramos expulsar de la
sociedad a todos aquellos que nos parecieran “demasiado” famosos o poderosos?
Una élite de privilegiados
Quedándonos en Atenas,
la democracia giraba en torno a la asamblea, la ekklesia. Formaban parte de ella los ciudadanos libres, es decir,
solamente unos 45.000 de un total de 300.000 que vivían en la ciudad en el año
430 a.C., en el apogeo de la democracia. Es decir, sólo podía participar en la
política menos de una sexta parte de la población. Quedaban excluidos los
extranjeros (metecos), esclavos y las mujeres.
Idealización de la ekklesía. |
La participación de
esta élite era directa y sin representantes. No había partidos, ni diputados ni
elecciones. Es decir, cada uno de los ciudadanos tenía voz y voto en la
ekklesia, pero tampoco se podía debatir allí de cualquier cosa y en cualquier momento.
La institución de la Boulé, formada por 500 ciudadanos nombrados de manera
rotatoria, hacía de filtro y elaboraba el orden del día. Decidía de qué y cuándo
se debatía, y por lo tanto manipulaba las decisiones.
Es decir, ni la ciudadanía
era universal ni su participación era tan libre ni mucho menos desinteresada.
Lo que Atenas se
aplicaba a sí misma no se lo permitía a los demás. Tras la guerra contra los
persas construyó un imperio en el Egeo. A través de la Liga de Delos, creada
como un instrumento de defensa contra los persas, sojuzgó y explotó a prácticamente
todas las polis griegas de su entorno. Las exprimía y exigía un tributo “para
su seguridad” e incluso llegó a atacar y destruir a aquellas que osaban salirse
del redil. La riqueza así amasada -con la que se construyó la Acrópolis- hacía
posible mantener el nivel de vida de los ciudadanos que incluso cobraban por
participar en las instituciones sin necesidad de trabajar. Podían dedicarse así
a tiempo completo a la política.
Este imperio fue, según
Tucídides, lo que provocó la guerra con Esparta que temía que el poder ateniense
creciera demasiado. Es decir, para que hubiera democracia en Atenas hacía falta
un imperio, lo que provocó la guerra.
Este es el supuesto
modelo de nuestra democracia actual y una vez analizado, aunque sólo sea por
encima, queda claro que no sirve. Nuestro sistema de democracia liberal, como
especifica Giovanni Sartori, es consecuencia de un proceso histórico y
filosófico muy posterior al contexto griego clásico y expresa un concepto de
democracia muy diferente en el que el individuo y la garantía de sus derechos y
propiedades es el centro y lo que legitima al Estado, y no la pertenencia a una
comunidad política.
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