27/10/11

NAPOLEÓN EN BERLÍN


Hace 205 años, el 27 de octubre de 1806, los franceses conquistaron Berlín. Fue un hecho histórico sin precedentes y supuso la práctica derrota de Prusia, un Estado más que se caía de la larga lista de enemigos de Napoleón. Pero en este caso la proeza del emperador francés fue aún más grande, ya que derrotó al que se suponía el mejor ejército de Europa en tan sólo 19 días.

Napoleón sabía que había hecho historia, y como ya venía siendo habitual en su régimen, mandó retratar su entrada en Berlín con fines propagandísticos. En 1810 el pintor francés Charles Meynier terminó un cuadro monumental en el que se representa la escena histórica del emperador pasando por debajo de la Puerta de Brandemburgo. El lienzo refleja el desfile del ejército francés presidido por un Napoleón sereno y majestuoso vestido con su típica y austera casaca militar verde, y por supuesto ataviado con su clásico sombrero. Es una figura sobria y seria que contrasta con la pompa y la elegancia de sus oficiales de estado mayor que le siguen en tropel. 
Cuadro de Charles Meynier, Napoleón entrando en Berlín (1810).

El cuadro refleja también una curiosa actitud contradictoria por parte de los derrotados berlineses que habían acudido a ver a Napoleón entrando en su ciudad. Por un lado, y bañados por la luz del sol, un grupo de prusianos –en su mayoría mujeres- saludan a su nuevo señor. Mientras, detrás de ellos y casi escondidos en la sombra, otro grupo se lamenta y sufre visiblemente por la derrota. Son las dos caras de la misma moneda: por un lado Napoleón representaba para muchos europeos el adalid de las ideas de la Revolución Francesa y el portador del progreso y la libertad, mientras que para otros era un tirano extranjero que iba a explotar a su país.

Una declaración de guerra tardía
Napoleón Bonaparte.
Los prusianos declararon la guerra a Francia tarde, por una mezcla de orgullo nacional herido y temor. El año anterior, en diciembre de 1805, Napoleón había derrotado espectacularmente a austriacos y a rusos en la famosa batalla de Austerlitz. Ambos imperios habían invitado a los prusianos a participar en la coalición contra los franceses, pero los prusianos se negaron. Ahora Napoleón les había derrotado y Austria se rindió. El emperador francés era el dueño de Alemania, que entonces no existía como Estado unificado. Estaba formado por cientos de pequeños estados y ciudades independientes englobados de manera casi simbólica en el Sacro Imperio Romano Germánico, cuyo emperador y protector era el monarca de Austria.

Al derrotar a los austriacos, Napoleón pudo actuar a su antojo en el territorio alemán. Pare empezar abolió a la gran mayoría de los pequeños estados y los unificó en reinos más grandes pero lo suficientemente débiles como para que dependieran de Francia, como por ejemplo Baviera o Würtemberg. Después, en julio de 1806 decretó la creación de la Confederación del Rhin, lo que suponía la una unión de estos estados alemanes prácticamente vasallos de Francia. En agosto de ese año Napoleón dio un paso más y disolvió al milenario Sacro Imperio Romano Germánico.
Soldados prusiano derrotados huyendo.
Los prusianos estaban atemorizados: Napoleón, un francés y encima un plebeyo que había usurpado el trono, estaba dictando su voluntad a los alemanes. Demasiado para los orgullosos prusianos que tan sólo una generación antes habían derrotado a sus enemigos –entre ellos a los franceses- gracias al genio de Federico el Grande y a su ejército, considerado el mejor de Europa por su disciplina y eficacia. Prusia declaró la guerra a Francia y el 8 de octubre de 1806 Napoleón y su “Grande Armée” invadieron su territorio.

Fue la primera ‘guerra relámpago’ de la historia. En pocos días las orgullosas tropas prusianas fueron aplastadas en las batallas de Jena y Auerstädt, donde 160.000 franceses derrotaron a 250.000 enemigos, de los que 150.000 fueron hechos prisioneros. El antaño poderoso y temido ejército prusiano había sido borrado del mapa. No hubo más batallas. Lo que siguió fue una persecución imparable de los soldados prusianos que lograron huir, una persecución que no se detuvo hasta muchos cientos de kilómetros más al este, ya en territorio de Rusia, el último adversario que le quedaba a Napoleón en el continente Europeo.

Tras la conquista de Berlín Napoleón llegó al cénit de su poder en Europa. Francia era la mayor potencia del continente y del mundo. Ya nada parecía que iba a poder hacerle frente. Pero pocos años después, entre los campos de España y la estepa helada de Rusia, empezaría su declive.

 Hoy, el famoso sombrero del gran corso está en una vitrina del Museo de Historia de Alemania en Berlín.

25/10/11

LA CARRERA HACIA LA MUERTE

La carga de la Brigada Ligera.
Los jinetes se alinearon y formaron sus escuadrones en posición de combate. Estaban tranquilos, eran unos profesionales. Pertenecían a la brigada ligera, y eran los mejores del ejército británico. Enfrente, los soldados rusos habían tomado posiciones en torno a un valle fuertemente fortificado. A lo alto los fusileros dominaban el valle y al fondo la artillería del zar se había atrincherado, dominando con sus proyectiles todo el terreno desde su acceso. Sería conocido como “el valle de la muerte”. Los jinetes británicos debían tomar esas posiciones y derrotar al enemigo. Era una misión suicida, sin posibilidades de éxito. Simplemente galoparían hacia su destrucción.


Era el 25 de octubre de 1854. Hoy hace 157 años la brigada ligera de la caballería británica participó en la batalla que sería conocida como de Balaclava, en la península de Crimea. Los británicos, franceses y turcos habían atacado a los rusos para evitar que su imperio creciera demasiado. El Imperio Otomano estaba en pleno proceso de decadencia desde hacía años y sus ejércitos ya no eran los que habían aterrorizado Europa doscientos años antes (pincha aquí si quieres leer más sobre este asunto).

La Guerra de Crimea.
A mediados del siglo XIX el Estado otomano era corrupto y atrasado, lo que le había proporcionado el calificativo de “hombre enfermo de Europa”. Los rusos lo sabían y querían aprovecharse de ello. Por eso atacaron a los turcos con el objetivo de ampliar sus dominios por el sur a costa del débil Imperio Otomano y recuperar Constantinopla –conquistada por los turcos en 1453-, ya que Rusia se consideraba a sí misma la heredera de la Iglesia Ortodoxa y del Imperio Bizantino. Y de paso, los rusos conseguirían así una salida al Mediterráneo, desde donde podrían continuar su expansión.

Los británicos y los franceses temían a los rusos, ya que podrían crecer de manera descontrolada y convertirse en la superpotencia de Europa, amenazando los intereses coloniales y comerciales de ambas potencias. Por eso decidieron apoyar a los turcos y declararon la guerra a Rusia a la que invadieron por el sur, desembarcando en Crimea.

Los rusos hicieron frente a la invasión en Balaclava. Lord Lucan mandaba a la caballería británica y había dado la orden de cargar por el valle fortificado “hasta el fondo” y tomar los cañones rusos. Estarían expuestos a constantes disparos de esos cañones y de los fusiles de los soldados rusos que dominaban los flancos desde las alturas. Pero Lucan no se opuso a esta orden suicida. Mandó formar a sus hombres, ataviados con sus elegantes uniformes rojos y sus cascos dorados y sombreros forrados de piel. Más que soldados y guerreros despiadados parecían un grupo de caballeros recién salidos de un baile de salón. Nada parecía indicar que su propia muerte estuviera tan cerca.

El asalto.
Eran unos 670 jinetes con sus monturas. Comenzaron la carga lentamente, al trote. Se iban acercando cada vez más a la entrada del valle en perfecto orden y formación. Cuando llegaron al pie de las colinas que formaban la entrada al valle, un grito dio la orden “¡al galope, a la carga!” Desenvainaron sus sables y empuñaron sus lanzas mientras sus caballos corrían como desquiciados hacia los cañones mientras sonaban las trompetas y los gritos para infundir valor.

Entonces comenzaron los disparos. Cientos de fusiles rusos escupieron sus balas contra la caballería desde todos los ángulos, mientras la artillería hacía fuego a discreción. Parecía el infierno. Era como si cada disparo ruso diera en el blanco. En cuestión de segundos decenas de caballos y sus jinetes cayeron al suelo derribados por la lluvia de fuego y metralla que caía sobre ellos. Pero el resto seguía con la carga a pesar de todo con un valor suicida y desesperado. Con cada descarga iban cayendo más y más jinetes y caballos. Los elegantes soldados de tan sólo unos minutos antes se convirtieron en sangrientos cuerpos, la mayoría inmóviles, mientras que los terribles gritos de guerra se transformaron en horribles lamentos acallados por las constantes detonaciones que se concentraban en el interior del valle. Tan sólo un puñado de afortunados consiguió sobrevivir a esta locura y pudo regresar a sus líneas.

Los supervivientes.
Esta fue la famosa carga de la Brigada Ligera, un acto de locura e irresponsabilidad como pocos antes se habían producido en la historia militar y que no había servido para nada, excepto para matar a los mejores soldados del ejército británico. Pero lo más grave fue que nunca se dio la orden de atacar el valle. Lord Lucan había interpretado mal una orden y mandó cargar sin pensar en las consecuencias. Nunca sería castigado por ello. Es más, incluso fue ascendido y llegó a mariscal de campo –el máximo cargo del ejército- antes de morir como un anciano en su casa muchos años después.


La locura de la carga sería interpretada como un ejemplo de valor y sacrificio. Poemas, películas y libros lo celebrarían como una gesta hasta varias generaciones después. Pero la carga, así como la guerra de Crimea, no sirvieron para casi nada. Eso sí, Rusia dejó de atacar a los turcos y Constantinopla sigue siendo Estambul, la ciudad más emblemática de la moderna Turquía.


20/10/11

HASTA EL FINAL

La fortaleza de Masada
Los legionarios se aproximaban a la muralla enemiga en perfecto orden y formando la testudo, la famosa tortuga en la que cada soldado cubre con su escudo todos los ángulos para defenderse de los proyectiles. Su paso era lento pero firme y agresivo, fruto de la profesionalidad y de un entrenamiento duro y diario. Habían repetido esto muchas veces antes, pero ahora se trataba de acabar el trabajo de una vez por todas y derrotar a los rebeldes para siempre.

Esta vez el enemigo era especialmente fanático. Hacía cien años que Roma se había apoderado de Judea con las tropas del general Pompeyo el Grande, pero los judíos se habían rebelado. En el año 66 d.C. estalló la guerra. La represión romana fue tremenda. En el 70 d.C. los soldados de Tito, hijo del emperador Vespasiano, conquistaron Jerusalén y saquearon el templo de Salomón. Fue el comienzo de la diáspora judía que continuaría hasta el siglo XX. Después de esta conquista prácticamente toda Judea había vuelto al dominio romano, excepto tres fortalezas. Una de ellas, la de Masada, era especialmente inexpugnable.

El asalto romano.
En Masada se habían atrincherado los judíos más fanáticos de entre los fanáticos. Los sicarios eran una facción de los zelotes, un grupo violento que había liderado la rebelión. Los sicarios estaban dispuestos a luchar hasta el fin, y no se rindieron cuando ya todo estaba perdido y los romanos les habían rodeado completamente.

A su favor tenían que Masada era una fortaleza impresionante. En lo alto de una montaña, solamente un estrecho sendero llevaba hasta lo más alto, por lo que no podía ser asaltado por un gran ejército. Además, detrás de sus gruesos muros había pozos y almacenes de alimentos suficientes para aguantar un asedio prolongado. Así pues, cuando los romanos comenzaron su ataque no estaba claro quién iba a ser el vencedor.
 

La rampa romana en la actualidad.
Los romanos estaban mandados por el gobernador Lucio Flavio Silva, que enseguida comprendió que no podía tomar Masada al asalto en poco tiempo. Por ello apostó por la paciencia. Rodeó completamente la montaña de la fortaleza con ocho campamentos militares y una gran muralla donde sus 15.000 legionarios y auxiliares impedían la llegada de refuerzos y alimentos para los sitiados. Además, para tomar las murallas con sus tropas ordenó construir una de las mayores obras de ingeniería militar de la historia: una gran rampa de 22 metros de ancho. Una obra realmente colosal que movilizó a miles de obreros y millones de toneladas de tierra y piedras.

Tres años después la obra había terminado. Había llegado la hora del asalto final. Los legionarios ya estaban al pie de las murallas dispuestos a recibir una lluvia de flechas y piedras y a enfrentarse a muerte contra un enemigo fanático. Pero nada de eso estaba sucediendo. Para gran sorpresa de los curtidos veteranos no sufrieron resistencia.

Llegaron hasta la muralla, apoyaron sus escalas de asalto y su torre de asedio y nadie les esperaba en las almenas para impedirles el paso. Algo raro estaba pasando. En vez de confiarse, los legionarios se esperaban una emboscada por parte de su enemigo tan versado en la guerra de guerrillas. Una vez dentro del patio de la fortaleza, los romanos avanzaron muy lentamente dispuestos a encontrarse con la muerte tras cualquier esquina. ¿Dónde estaban los sicarios?
 

Resto de campamento romano.
Efectivamente, los legionarios encontraron la muerte. Pero no la suya. Cientos de cuerpos acuchillados y ensangrentados se amontonaban por la zona interior de Masada. Todos tenían sus cuellos rebanados y ensangrentados. Alguien se los había cortado. Era una visión espantosa que los legionarios no podían comprender.

De pronto apareció una anciana con dos niños. Eran los únicos supervivientes del acto desesperado que había acontecido tan solo unas horas antes. La anciana contó a los romanos que los sicarios, a la vista de que iban a perder la batalla contra los romanos muy superiores a ellos, decidieron desafiarlos suicidándose en masa antes de caer prisioneros y convertirse en esclavos. Aunque no consiguieran resistir, al menos no serían vencidos. Habían desafiado a Roma hasta el final.



Fuente: Flavio Josefo, “La Guerra de los Judíos


18/10/11

EL ÚLTIMO EMPERADOR

Pu Yi, el último emperador.
Todo ocurrió muy rápido. De un golpe. Los soldados entraron en tropel, desarmaron a los guardias y tomaron el palacio. Sin sufrir resistencia, sin una sola baja. De un plumazo habían profanado el recinto más sagrado, temido y verenado del imperio con una facilidad pasmosa. Pero no sólo eso. También habían conquistado el centro del viejo régimen, el símbolo del poder y de la divinidad del mundo. En su osadía, los soldados capturaron al último de una larguísima lista de dioses vivientes y todopoderosos monarcas. Habían detenido a Pu Yi, el último emperador de China.


La anterior escena ocurrió hoy hace 100 años, el 18 de octubre de 1911. La revolución nacionalista había llegado a Pekín y sus tropas habían capturado la ciudad prohibida. Aunque no sería hasta pocos meses después con la abdicación de Pu Yi y la proclamación de la república, el asalto y la detención del emperador significó el fin de una tradición de más de 2.000 años de antigüedad. La inició el primer emperador, Qin Shi Huang, llamado el unificador después de conquistar todos los reinos independientes de China en el año 221 a.C. Se hizo coronar emperador para demostrar que era más que un rey, y lo fue. Y como él también lo fueron cientos de otros emperadores de diferentes dinastías hasta llegar al siglo XX.
La ciudad prohibida.

El “imperio del centro”, como era llamado por los chinos reivindicando su supremacía frente a los demás pueblos del mundo, sobrevivió a múltiples riesgos y peligros, algunos casi mortales. Pero en su longevidad, que por un lado garantizaba su supervivencia, escondía el germen de su muerte. Las rígidas tradiciones e instituciones imperiales no permitían margen para cambios. La corte imperial sabía que si se abría a la modernidad y se adaptaba a los nuevos tiempos y a su ideología racional, perdería su autoridad milenaria basada en la sagrada figura del emperador.

Es decir, el emperador era divino y como tal se le debía obedecer. Nada que ver con las modernas ideas de democracia y de soberanía nacional que ya imperaban en el mundo occidental. Así fue posible que a principios del siglo XX en China todavía se llevaran a cabo ritos y funcionaran instituciones que ya existían cuando en Europa dominaban los romanos.

Pu Yi en su vejez.
Pero por mucho que se tratara de esconder al emperador tras los gruesos muros de la ciudad prohibida y se le ocultara a sus súbditos, la tradición imperial no pudo aguantar los envites de la modernidad. Hace cien años China era un país sin estado. Dividido en múltiples territorios dominados por los llamados señores de la guerra -personajes casi feudales con un ejército privado que imponían su ley-, el “imperio del centro” estaba completamente a merced de las potencias coloniales occidentales y no quedaba ni rastro de su antiguo poder y esplendor. Pero no todos los chinos estaban conformes con esta situación y apostaban por modernizar su patria para recuperar su independencia. Eran revolucionarios y nacionalistas, y el emperador Pu Yi era un estorbo para sus planes.

La historia del último emperador no pudo dejar de ser trágica. Después de su abdicación, Pu Yi se fue acercando paulatinamente a los japoneses, enemigos ancestrales de los chinos. Les apoyó en su última aventura imperialista en China y aceptó ser coronado emperador de Manchukuo, un estado títere absolutamente dependiente de Japón formado por las provincias chinas del norte. Las opiniones sobre su colaboracionismo son  dispares, oscilan entre los que defienden al Pu Yi y afirman que fue engañado, y los críticos que aseguran que no dejó nunca de aspirar a recuperar el trono celestial. En todo caso, a pesar de su historia, Pu Yi murió anciano. Sobrevivió a la derrota japonesa en la Segunda Guerra Mundial y a la guerra civil china tras la cual los comunistas de Mao tomaron el poder. Tras pasar casi una década en un “campo de reeducación”, Pu Yi volvió a Pekín, pero esta vez como un humilde jardinero en el jardín botánico de la ciudad. Murió en 1967.

Adjunto una escena de la inolvidable película de Bertolucci sobre la vida de Pu Yi, el “último emperador”.      

13/10/11

EL MURCIÉLAGO QUE AYUDÓ AL REY

Escudo de la ciudad de Valencia.
La Edad Media cuenta con multitud de leyendas protagonizadas por animales. En la última entrada de este blog mencioné la curiosidad de dos historias muy parecidas en el Camino de Santiago protagonizadas por gallos. Pero los animales no solamente ayudaron a los peregrinos, también echaron una mano en la reconquista de la Península Ibérica por los cristianos. Es el caso de Jaime I, rey de Aragón, que en el año 1238 logró conquistar Valencia gracias a la ayuda de un murciélago, o al menos eso se cuenta.

En el siglo XIII los cristianos estaban en plena ofensiva contra los musulmanes. Después de la batalla de las Navas de Tolosa contra los almohades en el año 1212, el poder islámico se quebró en una multitud de reinos independientes, llamados taifas, demasiado débiles para poder resistir el embate de sus enemigos. Al igual que los castellanos, los aragoneses aprovecharon esta debilidad para avanzar y ampliar su territorio. El rey que mayores conquistas realizó en esta etapa fue Jaime I, llamado ‘el conquistador’. Primero se concentró en las Islas Baleares, y una vez tomadas, se fijó en Valencia.

Ésta era una gran ciudad muy bien defendida por su población musulmana, que no iba a rendirse fácilmente. Jaime I lo sabía, así que lo primero que hizo tras llegar a Valencia fue rodearla y comenzar un asedio que presumía muy largo. Los aragoneses montaron su campamento y levantaron sus tiendas.

Jaime I el Conquistador.
Cuenta la leyenda que fue por entonces cuando un murciélago se hizo un nido en la parte alta de la tienda del rey como si quisiera coronarla y augurar la victoria de Jaime. El rey captó este presagio y ordenó a sus hombres que no asustasen al animal, sino que le complacieran para que estuviese a gusto en el campamento.

Una noche que el ejército cristiano dormía tranquilo y confiado se oyó cerca de la tienda del rey un extraño golpe de tambor. Jaime se despertó y enseguida llamó a sus capitanes para que diesen orden a los guardias de extremar la vigilancia. Entonces se dieron cuenta de que los musulmanes estaban cerca del campamento y dieron la alarma. Todos los soldados se levantaron rápidamente y tomaron las armas. Se entabló una feroz batalla en la cual el ejército taifa sufrió muchas bajas y se retiró a Valencia.

Después de la batalla el rey quiso premiar a quien había avisado golpeado el tambor y despertado a los aragoneses. Pero nadie se arrogó el mérito. Finalmente la sorpresa fue mayúscula cuando se supo que el aviso lo había dado el murciélago que se había dejado caer con todas sus fuerzas contra el tambor, una y otra vez, hasta que consiguió despertar al rey. Como premio a su decisiva ayuda, Jaime I hizo representar un murciélago en la parte más alta del escudo real y en el de la ciudad de Valencia.

11/10/11

LEYENDAS GEMELAS DEL CAMINO

El Camino de Santiago es una ruta llena de misterios y leyendas, curiosamente alguna de ellas coincidente. En concreto hay dos que son casi exactamente iguales, aunque los lugares en los que transcurren están separados por cientos de kilómetros y en principio poco tienen  en común.

La leyenda del Gallo de Barcelos cuenta la historia de un peregrino gallego que salía de Barcelos (ciudad portuguesa del distrito de Braga) camino de Santiago de Compostela y que fue acusado de haber robado la plata a un terrateniente, por lo que fue condenado a la horca.

Como última voluntad, pidió ser llevado por última vez ante el juez que se encontraba comiendo un gallo asado. El peregrino le dijo que, como prueba de su inocencia, el gallo se levantaría y se pondría a cantar. El juez echó el plato para un lado e ignoró las palabras del hombre. Sin embargo, en el preciso momento en que el preso estaba siendo ahorcado, el gallo se levantó y cantó. El juez, habiéndose dado cuenta de su error, echó a correr hacia la horca y descubrió que el gallego se había salvado gracias a un nudo mal hecho.
 
Esta leyenda es una de las más importantes de Portugal, hasta el extremo de que el Gallo de Barcelos es el símbolo nacional del país vecino.

Unos cuantos cientos de kilómetros más al este transcurrió una de las leyendas más conocidas del Camino de Santiago, la que se cuenta que ocurrió en Santo Domingo de la Calzada y que reproduzco a continuación:

“Cuenta la tradición que, entre los muchos peregrinos compostelanos que hacen alto en Santo Domingo de la Calzada para venerar las reliquias de Santo Domingo de la Calzada, llegó un matrimonio con su hijo de dieciocho años, llamado Hugonell, procedente de Ad Sanctos (la actual ciudad alemana de Xanten).
La chica del mesón donde se hospedaron, se enamoró del joven Hugonell pero, ante la indiferencia del muchacho, decidió vengarse. Metió una copa de plata en el equipaje del joven y cuando los peregrinos siguieron su camino, la muchacha denunció el robo al corregidor. Las leyes de entonces castigaron con pena de muerte el delito de hurto y una vez prendido y juzgado, el inocente peregrino fue ahorcado.

Al salir sus padres camino de Santiago de Compostela fueron a ver a su hijo horcado y, cuando llegaron al lugar donde se encontraba, escucharon la voz del hijo que les anunciaba que Santo Domingo de la Calzada le había conservado la vida. Fueron inmediatamente a casa del corregidor de la ciudad y le contaron el prodigio.

Incrédulo el corregidor les contestó que “su hijo estaba tan vivo como el gallo y la gallina asados que él se disponía a comer”. En ese preciso instante el gallo y la gallina saltando del plato se pusieron a cantar. En recuerdo de este suceso se mantienen en la catedral un gallo y una gallina vivos y siempre de color blanco durante todo el año”.

Dos leyendas del Camino de Santiago y dos gallos que reviven para denunciar una injusticia. ¿Coincidencia?

6/10/11

VENDIDOS COMO GANADO

Embarque de soldados a América.
La muchedumbre se reunió en el pequeño embarcadero dejando un estrecho pasillo para subir al barco. Un velero pequeño esperaba pacientemente atado al muelle mientras los soldados iban subiendo lentamente por la pasarela. Para muchos sería la última vez que pisaran su patria. Su destino era una guerra lejana y desconocida, absolutamente ajena a sus vidas. Pero su señor, el Landgraf (conde) Federico II de Hessen-Kassel -uno de los cientos de pequeños estados independientes en los que estaba dividida Alemania en el S.XVIII- había firmado un contrato con el rey de los ingleses. Mandaría a sus hombres a luchar a América a cambio de dinero. Los había vendido como ganado.

Granadero de Hessen, s. XVIII.
La escena de despedida fue horrible y tan traumática que aún hoy en día se recuerda con espanto. En 1776 unos 20.000 hombres de la región alemana de Hessen y alrededores fueron literalmente vendidos por su señor absolutista a los ingleses para combatir a los colonos americanos que en esos momentos luchaban por la independencia de los Estados Unidos de América contra Gran Bretaña.

Uno de los lugares más importante del embarque de las tropas fue Hann Münden, una pequeña ciudad de origen medieval, de casas de madera y rodeada de un frondoso bosque en pleno corazón de Alemania. Allí confluyen dos ríos, el Werra y la Fulda, de cuya unión nace otro caudal más grande y navegable. Es el Weser, que desemboca en el Mar del Norte a cientos de kilómetros de distancia. En Münden empezaba un viaje de semanas, duro e interminable, hacia lo desconocido y en muchas ocasiones hacia la muerte.  

Las escenas de tristeza e incluso de desesperación se multiplicaban en el pequeño embarcadero a orillas del río. No era para menos. Familias enteras habían quedado despedazadas por el reclutamiento en muchos casos forzoso. Los hombres de entre 16 y 30 años, por supuesto sólo campesinos y artesanos humildes, eran obligados a servir en el ejército de Federico II so pena de prisión. En todo caso resultaba una tragedia para sus familias, que se veían privadas no sólo de sus seres queridos, sino sobre todo de sus principales fuerzas de trabajo y de aprovisionamiento de alimentos. Sin sus hombres, las familias quedaban a merced del hambre y de la miseria.

Federico II de Hessen-Kassel.
La deserción tampoco era buena idea. A diferencia de otros ejércitos europeos, el de Hessen-Kassel castigaba a las familias de los desertores alistando por la fuerza a amigos, vecinos e incluso a los padres e hijos de los soldados que huían. No merecía la pena escaparse. Sólo quedaba sobrevivir y tentar a la suerte. Servir en América era una lotería de la que se podría volver sano y entero, y con una paga bastante abundante para la época con la que tratar de vivir mejor.

Sin embargo la realidad fue muy diferente para la mayoría. En los campos de batalla americanos los generales ingleses usaban a los pobres hessenianos como carne de cañón. Siempre en primera fila, ahorrando sangre inglesa a cambio de la sangre alemana vendida tan barata por su señor. De los más de 20.000 soldados que partieron desde Hann Münden, solamente la mitad regresó a casa a partir de 1783, muchos mutilados y destrozados de por vida. Pero a Federico II le debió merecer la pena, ya que el dinero pagado por los ingleses no se acabó hasta 150 años más tarde, durante la tremenda inflación que azotó a Alemania en los años 20 del siglo pasado.

4/10/11

¿CÓMO SERÁ EL OTRO LADO?

Atalaya de Torrepedrera.
Muhammar se agachó para entrar en la estrecha puerta y comenzó a subir la estrechísima escalera de caracol de la torre. Estaba oscuro, húmedo y hacía frío. Tras una corta subida llegó a la plataforma superior. Allí le estaba esperando su compañero. “Llegas tarde”, le espetó mientras recogía su petate sin mirarle a la cara. Muhammar sin hacer caso a su compañero agarró su lanza y comenzó a escudriñar el horizonte. Ante él se erigían imponentes las cumbres de la Sierra del Guadarrama, la frontera del Califato de Córdoba en el siglo X.


La labor de vigilancia de la frontera era tediosa y muy rutinaria. Poca acción y menos botín, se lamentaba más de un guerrero andalusí que vigilaba los pasos de montaña que conectaban la poderosa tierra musulmana con el norte. ¿Cómo sería la vida en el otro lado?, se preguntaba Muhammar mientras miraba la sierra y sus imponentes riscos nevados. Nunca había atravesado la frontera. Jamás había abandonado la tierra de Dar al Islam, la ‘casa de la paz’. Al otro lado estaba la tierra de Dar al Harb, la ‘casa de la guerra’, que debía estar sometida a la verdadera fe y a la que se debía castigar con correrías e incursiones ocasionales para recordar que debían tributo al califa.
Muhammar llevaba poco tiempo en el ejército. Era un profesional. Se había enrolado para ganar dinero y prestigio. Había oído hablar de las ofensivas del gran califa Abdelramán III contra los cristianos y ansiaba participar en algún ataque para hacerse con botín y regresar a su hogar. Pero lejos de haber luchado ya contra los infieles, Muhammar fue enviado a un destacamento de vigilancia en la frontera de la llamada marca media de Al Andalus. La que vigilaba los accesos a Toledo, una de las ciudades más importantes y ricas del califato.
Para ello se construyeron una serie de atalayas defensivas a los pies de la sierra y a lo largo del río Jarama. Estaban separadas los suficiente para mantener contacto visual entre ellas. En caso de ataque enemigo la señal convenida era una hoguera, así el humo alertaría a las demás torres durante el día, y la luz del fuego lo haría durante la noche. Las atalayas estaban dotadas solamente de dos vigías, los suficientes para dar la alarma. Para luchar contra los invasores la red contaba con pequeños lugares fortificados con una guarnición. La más cercana a Muhammar era la de Buitrago, aunque la de Mayrit, a orillas del Manzanares, tampoco quedaba demasiado lejos. Más al noreste, siguiendo la línea de atalayas, estaba la gran fortaleza de Gormaz a orillas del Duero, la gran base musulmana y azote de los cristianos del norte.
Guerreros andalusíes.
La vida en la frontera de la marca media era muy aburrida. Mucho frío en invierno y un calor sofocante en verano. Esa tierra apenas estaba poblada, apenas había distracciones, y al otro lado la cosa tampoco era más prometedora, según contaban los veteranos que habían participado en alguna patrulla. No había gente, ni huertos ni apenas caminos, excepto los que habían construido los antiguos bastantes siglos antes. Era una zona salvaje, donde la naturaleza campaba a sus anchas. Con extensos bosques llenos de animales salvajes al acecho. Este era el único peligro al que tenía que enfrentarse Muhammar cada día cuando se aproximaba a su torre para cumplir con su turno de guardia.
¿Qué habría al otro lado de las montañas? ¿Un desierto como decían los veteranos? ¿Cómo sería? ¿Y los cristianos? ¿Cómo eran? ¿Por qué no se sometían a Alá y a su califa? Muhammar no entendía la obzecación de sus enemigos, pero no sentía más que desprecio por ellos y por su pobreza. “Son simples gusanos”, se repetía constantemente mientras observaba un día sí y otro también las cumbres nevadas. La tierra enemiga estaba al otro lado, a pocas horas de marcha. Muhammar estaba en la frontera, era un centinela del Islam.

Si quieres conocer más sobre las atalayas islámicas en la Comunidad de Madrid pincha aquí.