La plaga en la biblia de Toggenburg (Suiza), S.XV. |
El 1 de diciembre de 1347 un barco arribó al puerto de Messina, en Sicilia. No era nada inusual. Sin embargo ese barco sí traía algo especial. Llevaba un pasajero temible, espantoso. Lo más parecido al diablo que jamás se había aparecido sobre la tierra. Un monstruo capaz de aniquilar naciones enteras sin que pudiesen defenderse siquiera. No era un mito, ni siquiera un animal salvaje y sanguinario. Viajaba imperceptible y sigiloso, dispuesto a sorprender a su víctima. Minúsculo, era imposible de detectar. Era tan pequeño que dejaba que lo transportaran las pulgas, y éstas, se subían al lomo de uno de los animales más numerosos, resistentes y tenaces de la naturaleza, pero a la vez más denostados y rechazados: las ratas.
Así pues, hace casi 700 años un barco cargado de ratas llegó a Messina, como casi todos los que atracaban en cualquier puerto del mundo en el siglo XIV. Pero ese barco y esas ratas llegaban de un lugar muy lejano, la colonia genovesa de Caffa, en Crimea. A bordo iban personas que habían huido de un asedio salvaje y sangriento. Habían resistido a los temibles mongoles. Pero no pudieron vencer al demonio que éstos habían traído con su horda.
Los refugiados de Caffa llegaron cansados al puerto tras miles de millas de viaje. Pero no era el típico cansancio. Estaban mareados, con fiebre muy alta y gran dificultad para respirar. Algunos habían muerto durante el viaje y fueron tirados por la borda. Ahora todos los viajeros estaban enfermos. Un silencio sepulcral llenaba las bodegas del barco. Traían una enfermedad extraña, rara, y con consecuencias letales que se desarrollaban en muy poco tiempo. A los diez días de padecer los primeros síntomas el desgraciado ya había muerto. Los médicos de la época estaban desbordados. Esa enfermedad pronto tendría un nombre: la peste negra.
La primera guerra bacteriológica
Se la habían contagiado los mongoles que habían asediado su ciudad. Éstos, a su vez, la trajeron del Asia central donde había causado estragos. En un ejemplo de guerra bacteriológica, los mongoles arrojaban a sus muertos por la peste sobre las murallas de Caffa con sus catapultas, llevando la bacteria al interior de las defensas del enemigo. Muy pocos consiguieron salir, y solamente un puñado llegó vivo a Messina.
Muy pronto la bacteria se había extendido por el puerto. Messina sólo fue el principio. De allí se extendió por toda la Cristiandad. Fue una matanza. En los siguientes años ni un solo reino ni nación pudo escapar de lo que los contemporáneos solamente podían explicar como un castigo de Dios. Se calcula que por culpa de este brote murieron unas 25 millones de personas en el continente, una tercera parte de la población.
Aunque Europa, y sobre todo Asia ya habían sufrido plagas de peste con anterioridad, esta vez era diferente. La rapidez con la que se propagaba y con la que mataba a sus víctimas no tenían precedentes. Dicen que, por ejemplo, en la corte papal de Avignon, la peste mataba a unas 400 personas diarias.
Nadie sabía cómo combatirla. Comenzó una época de temor que duraría siglos. Solamente durante los siguientes cien años la población europea se vio tan mermada que regiones enteras resultaron despobladas. La agricultura se vio muy afectada, así como las ciudades, que sufrieron especialmente el azote de la peste.
El castigo de Dios
Muchos creyeron que era el fin del mundo, el principio del Apocalipsis. Como la peste negra se transmitía por el aire –lo que en ese momento no se sabía- no existían remedios eficaces ni reglas que seguir para no enfermar. Todo parecía depender de la voluntad de Dios. Y esta parecía ser mortífera. En septiembre de 1348, en pleno apogeo de la muerte negra, el papa Clemente VI emitió una bula en la que calificó la plaga de “pestilencia con la que Dios está castigando a sus gentes”.
Dos flagelantes. |
Aumentó la angustia. El miedo a ser castigado hizo que el fanatismo religioso ganara terreno. Los caminos comenzaron a llenarse de los llamados flagelantes, personas que caminaban pegándose latigazos en la espalda para expiar sus pecados. Era tal el pánico que la Iglesia corría el riesgo de perder el control sobre sus fieles, ya que muchos comenzaron a interpretar la Biblia a su manera y a actuar sin la supervisión de los sacerdotes. Por eso el papa excomulgó a esos flagelantes.
Pero el pánico también provocó la violencia contra los inocentes. Los judíos habían sido tratados tradicionalmente como cabezas de turco de los desastres, pero esta vez la persecución contra esta comunidad superó con creces anteriores castigos. Por ejemplo en Saboya, una región en el norte de Italia, donde un juicio-farsa condenó a muerte a un grupo de judíos a los que acusó de envenenar los pozos de agua de la región con veneno traído desde Toledo, un reconocido centro de la cultura judía en Europa. Aunque el papa emitió otra bula prohibiendo la persecución, esta sentencia sirvió de excusa para nuevas persecuciones en Suiza, Alsacia y en Alemania. Miles de judíos murieron de forma violenta, y otros tantos tuvieron que huir.
La peste negra, que había desembarcado a lomos de alguna rata en el puerto de Messina el 1 de diciembre de 1347, cambió Europa para siempre. Mató a millones, al resto los fanatizó y terminó con la convivencia entre las culturas. Haría estragos durante siglos, hasta que desapareció.
A continuación he añadido dos capítulos de un documental muy interesante sobre la plaga de 1347:
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