La expulsión de los moriscos, Vicente Carducho. |
El Grao de Valencia amaneció abarrotado de personas de todo tipo y condición. Ancianos, niños, hombres y mujeres de las comarcas circundantes se apelotonaban a la espera de que les dieran alguna orden. Era la mañana del 30 de septiembre de 1609, una mañana seguramente fresca y soleada. Una de las últimas casi veraniegas antes de que el otoño comenzara a traer vientos y frío y tempestades en el Mediterráneo. Para la gente que se apelotonaba en los muelles iba a ser el último día en su país. Les echaban por orden de su rey. Ya no tenían casa ni propiedades. Ante ellos, la incertidumbre más angustiosa. Su delito, ser diferentes, ser musulmanes en el reino más católico del mundo.
Tan solo unos días antes, el 22 de septiembre, el virrey de Valencia publicó el decreto de expulsión. Era deseo del rey Felipe III que sus súbditos musulmanes, llamados moriscos, abandonasen sus dominios. ¿Por qué? Eran tan siervos del rey como cualquier otro habitante de la España pobre e imperial del siglo XVII. No conocían otro lugar que las huertas que cuidaban. Esas inmensas huertas de naranjas que plantaron sus antepasados muchos siglos antes, cuando esa fruta era totalmente desconocida en la Península Ibérica. El problema era que tenían un dios diferente al de la mayoría, y que se comunicaban en un idioma distinto al de la mayoría.
Embarque de moriscos en el Grao, Valencia. |
Esa mayoría se había estado aprovechando de ellos durante muchos años, los mismos que transcurrieron desde que los reyes de Aragón conquistaron esas tierras en el siglo XIII. Les dejaron seguir cultivando y cuidando la huerta y no les molestaron en sus costumbres. La consecuencia fue la prosperidad y la convivencia, una época de oro que en el siglo XV convirtió a Valencia en una de las ciudades más ricas y dinámicas de Europa. Pero esa época había terminado para siempre.
Ahora Valencia pertenecía a la monarquía hispánica gobernada por los Habsburgo, la dinastía que se consideraba la defensora de la verdadera fe, la católica claro, contra herejes (protestantes) e infieles (musulmanes). Ya no había sitio para lo diferente, y menos después de que las constantes guerras por la defensa de la verdadera fe hubiesen arruinado esas tierras antaño prósperas. Ya no había bienestar para todos, así que los vecinos católicos, que antes no tenían ningún problema con que los musulmanes les cuidaran la huerta, ahora les echaban la culpa de su pobreza. No había trabajo para todos, así que había que echar a los que eran diferentes, aunque fueran un tercio de la población.
Pero antes de la envidia llegó la sospecha, la misma que provocó una guerra civil una generación antes. Fue en las Alpujarras, en Granada, en la década de los años 70 del siglo XVI. El padre de Felipe III, el todopoderoso Felipe II, se enfrentó a la rebelión de los moriscos granadinos que no soportaban más la humillación de ser tratados como inferiores por los cristianos. Tenían el orgullo de haber sido conquistados recientemente, menos de 80 años antes, y seguramente el apoyo de los turcos, los eternos enemigos, junto a los protestantes, de la monarquía católica. Esa rebelión acabó en desastre para los amotinados. Fueron vencidos y desperdigados por la Corona de castilla, para que nunca más se hicieran fuertes. Pero esa rebelión alimentó la sospecha que también afectó a los moriscos levantinos, conquistados mucho antes por los cristianos y mejor adaptados a la realidad política del momento.
Así fue como el rey Felipe III decretó en abril de 1609 que sus súbditos moriscos debían dejar de serlo y “volver a su hogar” en el norte de África, que nunca habían visto y que era tan extranjero para ellos como para el propio rey. El decreto afectaba a todos los musulmanes en la Península Ibérica. Pero el primer lugar donde se podría en práctica sería en Valencia, donde los moriscos eran más.
Cuando llegó el otoño de ese año la limpieza étnica estaba en su máxima aplicación. Miles de familias fueron expulsadas de sus casas y conducidos a los puertos donde les esperaban los barcos. Les quitaban todo, y encima les obligaban a pagar su “pasaje de vuelta” a África, una última ofensa que en el fondo perseguía evitar que los moriscos se llevaran sus ahorros. El miedo dio paso a la rabia, y la rabia a la acción. Hubo una rebelión, pero fue rápidamente sofocada. En enero de 1610 la operación de limpieza había concluido en Valencia. Ya no quedaban moriscos en el Levante, que tardaría mucho tiempo en recuperarse de este éxodo provocado. Ahora les tocaría el turno a los de Aragón y Castilla.
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