28/6/14

¿Ganó Alemania la Primera Guerra Mundial?

Hace un siglo aproximadamente empezó la Primera Guerra Mundial, el conflicto que destruyó Europa y costó la vida a millones de personas. Alemania y sus aliados fueron los grandes perdedores y sufrieron el rigor de los vencedores en el Tratado de Versalles. Sin embargo, el politólogo y periodista alemán Benjamin Richter afirma que fue precisamente Alemania la única de todas las grandes potencias que consiguió sus objetivos durante el conflicto. Según esta teoría bastante arriesgada, Alemania sería por lo tanto la ganadora de la Primera Guerra Mundial.  

Este año se conmemora el primer centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Entre julio de 1914 y noviembre de 1918 se estima que pudieron morir más de 30 millones de personas. Millones más resultaron heridos, muchos de ellos quedaron tullidos para siempre. Ciudades enteras fueron destruidas y campos completos arrasados. Fue un desastre de una magnitud desconocida hasta ese momento en la historia.

Aunque todos los países participantes sufrieron mucho (algunos más que otros, es cierto), la guerra terminó con la rendición de Alemania y sus aliados que fueron barridos del mapa. En 1918 el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano dejaron de existir, y el Káiser alemán tuvo que partir al exilio mientras la revolución se hacía con las calles del país. Poco después, en 1919 los representantes alemanes aceptaron los durísimos términos establecidos por las potencias ganadoras en el Tratado de Versalles y por los cuales Alemania perdía una parte importante de su territorio nacional, todas sus colonias, su ejército, se comprometía a pagar reparaciones a los vencedores y, sobre todo, asumía la responsabilidad de haber comenzado la guerra.

Portada del libro de Richter.
Sin embargo, a pesar de que la propia Alemania se rindió en noviembre de 1918 asumiendo que era imposible ganar la guerra y de que aceptó los términos del Tratado de Versalles, hay quien asegura que, en realidad fue la vencedora de la guerra.

Esta tesis tan provocativa es defendida por el politólogo y periodista alemán Benjamin Richter en su libro “Cómo Alemania ganó la Primera Guerra Mundial” (en alemán). En su obra, Richter afirma que Alemania fue la única de las potencias implicadas en la guerra que, al final, consiguió cumplir sus objetivos estratégicos marcados antes del conflicto, y que por ello, técnicamente, debería ser considerada la vencedora de la guerra.

Para argumentar esta idea, Richter analiza uno por uno los objetivos estratégicos de las grandes potencias implicadas en la guerra y lo que ocurrió con ellos a lo largo del conflicto:



Francia:

El objetivo estratégico de Francia en 1914 era recuperar la hegemonía en Europa y para ello debía destruir Alemania como estado.

Ya desde la primera mitad del S. XVII, la Francia de Richelieu aspiró a quebrar la hegemonía de los Habsburgo y usar el “divide y vencerás” entre los estados europeos para hacerse con la primacía en el continente, lo que consiguió tras la Guerra de los Treinta Años en 1648. Las guerras de Luis XIV, sus sucesores borbones en el S. XVIII y después de Napoleón, eran la continuación de esa aspiración francesa por la hegemonía en Europa, que tenía una condición fundamental según Benjamín Richter: conservar la debilidad alemana al otro lado del Rin.

Alemania no existía como estado unificado, sino que estaba formada por numerosos pequeños estados independientes, la mayoría muy débiles. Solamente surgió como potencia unificada a partir de 1871, precisamente después de derrotar a los franceses. A partir de ese momento Francia dejó de ser la más poderosa de Europa occidental, así que su objetivo en 1914 era recuperar esa hegemonía, y para ello Alemania debía ser derrotada y dividida de nuevo en estados más pequeños y débiles que no hicieran sombra a Francia.            

Sin embargo, Richter explica que Francia no era lo suficientemente fuerte como para conseguir este objetivo por sí misma, así que necesitaba aliados. Los encontró primero en Rusia y después en Gran Bretaña. Pero cada uno perseguía sus propios objetivos estratégicos que no coincidían precisamente con los de Francia. Además, durante la Primera Guerra Mundial Francia no fue capaz de mantener la guerra contra Alemania en solitario y necesitó la ayuda de británicos y rusos, y más tarde de los estadounidenses, para poder sobrevivir.

Según el autor, esa misma debilidad militar impidió que Francia pudiera hacer prevalecer sus objetivos en el Tratado de Versalles tras la rendición alemana. Francia no consiguió que Alemania desapareciera como estado y se dividiera en pequeños países más débiles, ni tampoco logró quebrar su poder económico para debilitar su potencial.

Al final, afirma Richter, Francia no logró su objetivo estratégico de 1914 y Alemania no solamente siguió existiendo, sino que en 1940 conquistó y derrotó a Francia en la Segunda Guerra Mundial tan sólo dos décadas después de la derrota de 1918.


Rusia:

La Rusia de los zares de 1914 tenía como objetivo estratégico conseguir una salida al mar abierto, en concreto la conquista de Estambul, la antigua Constantinopla.

Los zares de Rusia se consideraban los sucesores de los emperadores bizantinos. Desde la caída de Constantinopla en 1453, Moscú fue considerada la “tercera Roma” y centro de la Iglesia Ortodoxa. Con ello, los zares asumían la obligación implícita de reconquistar la ciudad, pero con ello justificaban también una necesidad geoestratégica fundamental: la conquista de una salida al mar.

Rusia era y sigue siendo una poderosísima potencia continental. Es el Estado del mundo que reúne la mayor masa terrestre, pero tiene un problema: carece de una salida a los mares cálidos y más transitados por el comercio internacional, al menos de hace un siglo. Rusia tiene costa en el Mar Negro en el sur y en el Báltico en el norte, pero son mares cerrados cuyas llaves para llegar a mar abierto están en manos de otros países. Una de esas llaves era Constantinopla, en manos de los turcos otomanos.

El Imperio Otomano entró en franca decadencia a partir del S. XVIII y ya en el XIX se le conocía como “el enfermo de Europa”. Rusia aprovechó para conquistar territorio e ir acercándose poco a poco a su objetivo. Cuando ya solamente le separaban los Balcanes de Constantinopla, Rusia buscó aliados en esa zona echando mano del llamado “paneslavismo”, una idea que sugería que todos los pueblos eslavos gozaban de la protección y ayuda de Rusia. Serbia se convirtió así en el principal aliado ruso en la zona, lo que a su vez provocó el conflicto con Austria-Hungría.

Los austriacos fueron “expulsados” de la política alemana por Bismarck y a partir de la unificación alemana bajo control de Prusia en 1871 solamente tenían un lugar hacia el que expandirse: los Balcanes. El conflicto con Rusia estaba servido, y eso es precisamente lo que ocurrió en 1914 y lo que provocó la Primera Guerra Mundial.

Durante la guerra Rusia sufrió muchísimo. Millones de muertos en el frente y en la retaguardia, pero Constantinopla permaneció inalcanzable. A la guerra contra Alemania, Austria-Hungría y el propio Imperio Otomano, le siguieron dos revoluciones en 1917 y una guerra civil atroz hasta 1921. Al final, el zar había muerto y su gobierno había sido derrocado por los bolcheviques, el territorio ruso había menguado tras las numerosas derrotas militares y Rusia se encontraba más lejos que antes de Constantinopla, su objetivo estratégico antes de 1914 que, por lo tanto, no pudo alcanzar. Rusia tampoco ganó.   


Gran Bretaña:
  
El objetivo estratégico británico de 1914 era mantener el equilibrio entre las potencias europeas y evitar que alguna fuera demasiado poderosa como para poner en peligro su imperio marítimo.

En 1914 los británicos controlaban el mayor imperio de la historia: una cuarta parte del territorio del planeta estaba bajo su control y una cuarta parte de la población mundial era súbdita de Londres. Se trataba de un imperio marítimo en toda regla, ya que los británicos, aislados en su isla, en ningún momento mostraron interés alguno por conquistar territorio en el continente europeo. Su objetivo era mucho más sutil, explica Benjamin Richter: evitar que surgiera una potencia lo suficientemente fuerte como para amenazar e invadir su isla.

Por esta razón los británicos lucharon una guerra prácticamente continua e implacable con Francia durante todo el S. XVIII y parte del XIX para evitar que los franceses pudieran construir un imperio continental. La causa de esta guerra era geoestratégica, daba igual el tipo de gobierno que hubiera en Francia: absolutista, revolucionario o imperial. No se trataba de apoyar una ideología sino de mantener el equilibrio estratégico.

Por lo tanto no resulta extraño que, una vez derrotada la ambición de Francia a principios del S. XIX tras la caída de Napoleón, los británicos acabaran firmando una alianza con su antiguo enemigo en 1904, la llamada Entente Cordiale, a la que se uniría Rusia con la que había estado enfrentada en Asia Central en lo que se llamó “El gran juego”. Había una causa estratégica: desde 1871 el surgimiento de Alemania como gran potencia europea estaba rompiendo el equilibrio en el Viejo Continente.

Los británicos no temían a Alemania solamente por su poder económico y militar. La temían sobre todo por sus ambiciones coloniales e imperialistas, y porque se dedicó a construir una flota de alta mar para competir directamente con la Royal Navy. Así fue como Alemania, con la que los británicos siempre habían tenido buenas relaciones (derrotaron juntos a Napoleón), se convirtió primero en su rival y después en su enemiga.

En 1914 el objetivo de Gran Bretaña era derrotar a Alemania para conseguir debilitarla y evitar que pudiera hacerse con el control de Europa y convertirse así en una amenaza para el Imperio Británico, afirma Richter. Y para ello los británicos pagaron un alto precio: la muerte de un millón de soldados aproximadamente en los campos de batalla. Al final consiguieron que Alemania se rindiera, pero no evitaron que siguiera siendo la gran potencia económica de Europa, lo que le permitió volver a ser una potencia militar dos décadas después y comenzar una nueva guerra mundial. Gran Bretaña volvió a vencer en este nuevo conflicto, pero al precio de perder su imperio.

Es decir, en 1918 Gran Bretaña no logró eliminar el poder de Alemania con el que, tan sólo una generación después, surgiría otra guerra mundial y el fin del Imperio Británico, precisamente lo que se pretendía evitar en 1914. Por lo tanto, según Richter Gran Bretaña tampoco pudo alcanzar sus objetivos por los que entró en guerra.


Estados Unidos  
El presidente de los EEUU, Woodrow Wilson.

El objetivo estratégico de los EEUU de 1914 era mantenerse al margen de la guerra, y una vez que entró en 1917, crear un marco institucional y diplomático que rompiera la dinámica de luchas por la hegemonía que caracterizaban las relaciones entre los estados europeos.   

Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914 los EEUU eran la potencia más dinámica y que estaba disfrutando de mayor auge económico del mundo. Sin embargo, explica Benjamin Richter, se mantenía diplomáticamente aislada en el continente americano sin necesidad ni voluntad de intervenir en los asuntos europeos que despreciaba abiertamente al considerar que se realizaban motivados por las simples luchas por el poder.

Los EEUU se consideraban moralmente superiores y guiados por un idealismo basado en los valores democráticos que contrastaban con las realidades monárquicas u oligárquicas del Viejo Continente. Fue por ello, según Richter, que los EEUU se mantuvieron al margen de la guerra en un primer momento. Sin embargo, sus negocios de suministro con el bando aliado provocaron la reacción alemana que en 1917 declaró la guerra submarina sin restricciones, lo que incluía el hundimiento de barcos norteamericanos con rumbo a Francia o Gran Bretaña.

Así pues, en 1917 la guerra entre los EEUU y Alemania resultó inevitable. Sin embargo, la filosofía con la que los norteamericanos entraron en el conflicto era diferente, explica Richter. Así, el presidente Wilson puso una serie de condiciones para alcanzar la paz que, en realidad, afectaban a los dos bandos. Los EEUU se elevaban así moralmente sobre el resto de contendientes, sobre todo cuando propusieron crear un sistema internacional que tuviera como objetivo evitar una nueva guerra en el futuro: la Sociedad de Naciones basada en el principio de la seguridad colectiva (cuando un miembro es atacado, todos acuden a ayudarlo aunque no sean amenazados directamente) que haría imposible el uso de la guerra como un instrumento más en la lucha por el poder entre los estados.

Así fue como en 1919, una vez terminada la guerra, nació la Sociedad de Naciones pero lo hizo muerta. El tratado de adhesión nunca fue ratificado por una Cámara de Representantes que seguía convencida de la bondad del aislamiento y de la no necesidad de los EEUU de participar activamente en la política internacional.

Por lo tanto, los EEUU lucharon en la Primera Guerra Mundial para terminar con todas las guerras, según Richter, pero al final no consiguieron que el instrumento creado por ellos mismos para ponerles freno tuviera éxito. Tan sólo una década y media después tanto Alemania, como Italia y Japón comenzaron una política exterior agresiva que acabaría por vaciar la Sociedad de Naciones de sentido, y pusieron rumbo a la Segunda Guerra Mundial. Así pues, los EEUU no consiguieron alcanzar sus objetivos estratégicos de la guerra, según Richter.


Alemania:    

El objetivo estratégico de Alemania en 1914 era romper el cerco diplomático que se había creado a su alrededor en Europa.

Cuando Alemania se unificó en 1871 bajo el mando de Prusia, su canciller Bismarck sabía perfectamente que había roto el equilibrio del poder en Europa. Absolutamente consciente de los objetivos estratégicos de sus vecinos, temía desde el principio que las principales potencias europeas se coaligaran contra Alemania para contrarrestar su nuevo poder, así que hizo todo lo posible por calmar los ánimos y no dar excusas para provocar el aislamiento alemán.

Por eso firmó una alianza con Austria-Hungría (contra la que había luchado en 1866) y un acuerdo de ayuda mutua con Rusia. Además, buscó buenas relaciones con Gran Bretaña y el aislamiento de Francia, consciente de que el objetivo de París era la destrucción de Alemania y por lo tanto sería absurdo pretender una alianza. Es decir, Bismarck dio a entender a sus vecinos que, aunque Alemania había roto el equilibrio europeo, no estaba interesada en aprovecharlo y en convertirse en una gran potencia a costa de las demás.

Pero eso cambió a partir de 1888 cuando subió al trono el nuevo Káiser Guillermo II. Con él llegó una nueva generación a los puestos de responsabilidad alemanes. Querían aprovechar el potencial económico y militar de Alemania para desarrollar el país como gran potencia. Eso suponía una amenaza para sus vecinos que, poco a poco, fueron creando un sistema de alianzas para evitar la hegemonía alemana en el continente.

Esa alianza comenzó entre Francia y Rusia a la que pronto se sumó Gran Bretaña. En 1904 Alemania estaba rodeada, justo lo que quiso impedir Bismarck, así que toda la doctrina militar y diplomática de Berlín se enfocó en romper este cerco. Richter afirma que los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial vieron surgir una sucesión de crisis diplomáticas (Marruecos, Balcanes) con el objetivo de reventar la alianza entre franceses, rusos y británicos, aunque ninguna lo consiguió. Por su parte, los militares alemanes confeccionaron su estrategia basándose en la necesidad de combatir a las tres potencias a la vez. Así, el llamado Plan Schlieffen preveía la invasión de Francia en caso de guerra con Rusia. Y eso es justo lo que pasó en 1914.

Durante la guerra, Alemania y sus aliados (mucho más débiles) tuvieron que luchar contra las tres potencias del continente más importantes en dos frentes militares, en el oeste y el este de Europa. Tras durísimos combates, en casi tres años Rusia ya estaba fuera de combate. En 1917 Rusia sufrió dos revoluciones. La segunda de ella, en noviembre, llevó al poder a los bolcheviques. Alemania había permitido previamente a Lenin, su líder, llegar a Rusia desde Suiza atravesando territorio alemán. Además, los bolcheviques recibían financiación para sus actividades por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Todo ello con la esperanza alemana de desestabilizar a su enemigo y que Rusia saliera de la guerra.

Y eso es precisamente lo que ocurrió. En marzo 1918, el flamante gobierno bolchevique se retiró de la guerra con Alemania y firmó la paz de Brest Litovsk, cediendo un enorme cordón territorial formado por los países bálticos, Polonia y Ucrania, y, sobre todo, haciendo desaparecer el frente oriental. Alemania había conseguido su objetivo estratégico de 1914 y había roto la alianza entre rusos, franceses y británicos.



¿Ganó Alemania la guerra?


Richter considera que técnicamente el único país que consiguió cumplir sus objetivos de guerra cuando estalló en 1914 fue Alemania, y que por lo tanto, en un sentido estrictamente técnico, Alemania habría ganado si la diferencia entre el éxito y el fracaso se pudiera medir conforme a los objetivos marcados de antemano. Sin embargo, como ocurre en la mayoría de situaciones que vive el ser humano, los acontecimientos acaban por desarrollar una dinámica propia y los objetivos trazados inicialmente no siempre siguen siendo válidos a medida que el tiempo avanza y suceden imprevistos.

Es cierto que Alemania consiguió eliminar a Rusia de la lista de enemigos a principios de 1918, pero para entonces ya era demasiado tarde y no se podía pensar en victoria. De hecho, aprovechando que decenas de divisiones alemanas quedaron libres de la lucha en el este, el alto mando alemán planificó una última ofensiva en el oeste con la esperanza de lograr una victoria antes de que el ejército de los EEUU hubiera tenido tiempo para instalarse definitivamente y desplegar todo su poder.



Esa ofensiva fue un fracaso y los propios alemanes empezaron a rendirse en masa el llamado “lunes negro” en Amiens. Estaban agotados y cansados de la guerra. La población civil se estaba muriendo de hambre debido al bloqueo comercial al que le estaba sometiendo la flota británica, y ya nadie se creía la promesa de la victoria. Los propios generales alemanes se dieron cuenta de que ya no había fuerza ni ganas para enfrentarse a los EEUU con todo su potencial, y recomendaron la rendición.
 
Territorios perdidos por Alemania tras la guerra.
Alemania perdió claramente la Primera Guerra Mundial. Aunque logró eliminar a Rusia de la lista de enemigos, sufrió una derrota sin paliativos: su gobierno sufrió una revolución y se instauró un sistema democrático tras la huída del Káiser, el país perdió parte de sus territorios y fue obligado a pagar una indemnización multimillonaria a los ganadores que durante años estuvo lastrando su economía. Y, sobre todo, se creó el caldo de cultivo que provocaría poco después la llegada de una catástrofe mucho peor de manos de Adolfo Hitler y el Tercer Reich.


Antes que especular sobre si Alemania ganó o no la Primera Guerra Mundial, habría que preguntarse si hubo algún país que realmente la ganó, y en esto el análisis de Richter plantea una cuestión interesante: ninguno de los vencedores ganó la guerra de la manera que había esperado ni cumplió con sus objetivos iniciales. ¿Quizás por ello no supieron qué hacer con la victoria y se allanó el terreno para la Segunda Guerra Mundial? 

17/6/14

Empieza la Revolución

Juramento de la sala del juego de pelota
El 17 de junio de 1789, hace hoy 225 años, se produjo un hecho histórico fundamental para la historia de Europa y del mundo. Ese día, en Francia, los representantes del llamado Tercer Estado decidieron que había llegado la hora de que el rey asumiera que su poder era consecuencia de la voluntad nacional y no divina. Proclamaron la Asamblea Nacional y con ello su capacidad para representar a toda la nación francesa y convertirse así en la fuente de legitimidad del poder político. Ese día, el Antiguo Régimen de la monarquía absoluta que había instaurado el poderosísimo Luis XIV, empezó a morir. Había comenzado la Revolución Francesa.

El clérigo francés y representante de los Estados Generales, Emmanuelle J. Sieyès, escribió: “¿Qué es el tercer estado? TODO. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? NADA. ¿Cuáles son sus exigencias? LLEGAR A SER ALGO”. Eso es exactamente lo que ocurrió el 17 de junio de 1789.

La Francia del Antiguo Régimen era una monarquía absoluta, lo que quiere decir que el rey tenía el poder total. No había nadie como él. Solamente Dios estaba por encima, y de hecho el rey gobernaba teóricamente por su voluntad. El rey lo era “por la gracia de Dios”, ni mucho menos gracias a la voluntad o al consentimiento de sus súbditos. La soberanía, la legitimidad de su poder residía en la gracia divina, lo que en la práctica permitía al rey hacer y deshacer a su antojo, ya que si el rey era el único transmisor de la voluntad de Dios, ¿cómo se podía comprobar que los actos del rey contravenían el deseo divino? Imposible.

Aunque este tipo de gobierno se teorizó y se trató de poner en práctica durante mucho tiempo en diferentes lugares de Europa, fue en la Francia de finales del S. XVII donde se aplicó a su manera más clásica con el rey Luis XIV, el llamado “rey sol". Fue la primera vez que los diferentes estamentos sociales del reino se veían subordinados al monarca y que el control de éste sobre sus súbditos era total.

La sociedad del Antiguo Régimen se dividía entre los llamados tres estados: la nobleza, el clero y el resto, formado por la burguesía, los artesanos urbanos y los campesinos, que eran la inmensa mayoría de la población como en cualquier economía basada en la agricultura como la francesa del S. XVIII. Aunque el rey era el señor absoluto y solamente le debía obediencia a la voluntad divina, esos tres estados tenían un lugar en el que se podían reunir si les convocaba el rey: los Estados Generales. Pero como el rey no los necesitaba para gobernar, nunca los convocó. De hecho no lo fueron desde 1614. Pasaron casi dos siglos sin ser convocados, hasta que el rey se arruinó.


El rey se arruina

Luis XVI
Durante el S. XVIII Francia estuvo prácticamente en guerra constante contra sus vecinos. En la segunda mitad del siglo, la Guerra de los Siete Años fue especialmente dura y acabó con una derrota aplastante de los franceses, que perdieron sus colonias en América del Norte, prácticamente toda Canadá y gran parte de lo que hoy son los EEUU, que fueron a parar a manos de sus enemigos los británicos. La revancha llegó poco después con la Guerra de la Independencia americana, un conflicto que los británicos perdieron gracias a la ayuda francesa a los rebeldes americanos. Fue una gran satisfacción para el rey francés Luis XVI, pero el precio fue la bancarrota.

A pesar de que el rey era absoluto y de que podría haber decidido crear nuevos impuestos o aumentar los ya existentes para recuperar su tesoro, la prudencia recomendaba que esa subida de impuestos fuera consensuada con los representantes de los Estados Generales. Fue así que el rey los convocó el 5 de mayo de 1789 en su palacio de Versalles. Cuando el ministro de finanzas Necker expuso la situación, los diputados del Tercer Estado supieron que había llegado su momento. ¿El rey quería su consenso para aprobar más impuestos? Entonces tendría que negociar.


Una representación injusta

Los Estados Generales estaban compuestos por los diputados de los tres estados, pero su composición no era proporcional al número de los representados reales en cada estado. Así, de los 1139 diputados de 1789, 291 eran clérigos, 270 nobles, y 578 representaban al Tercer Estado a pesar de que conformaban el 97% de la población. Además, y esto era lo realmente injusto, las votaciones se decidían por el voto cerrado de cada estado. Así, si el Primer y Segundo Estado votaban juntos, lo que solía ser lo habitual, el Tercer Estado perdía dos a uno, a pesar de ser más diputados. Era un sistema pensado para que siempre ganara la nobleza y el clero. Pero en 1789 el ambiente ya estaba maduro para exigir cambios.

Caricatura sobre los tres estados.
Los diputados del Tercer Estado, sobre todo los burgueses, sabían que el dinero que quería el rey surgiría principalmente de sus bolsillos. Por eso exigían que, ya que debían pagar, al menos deberían tener la capacidad de poder influir en su gasto.  Querían participar en política a pesar de que ese privilegio les estaba vetado por su origen social. En el Antiguo Régimen era la sangre la que valía en última instancia, no la fortuna.

Además, los diputados del Tercer Estado sabían que el rey había convocado los Estados Generales como una excepción. Luis XVI sólo quería conseguir el dinero y volver a desconvocarlos para no tener que reunirlos nunca más. Los diputados del Tercer Estado querían impedirlo y conseguir que los Estados Generales se quedaran para poder sí participar en la toma de decisiones. ¿Cómo hacerlo?

La clave estaba en la legitimidad del poder político, el origen de la soberanía. Mientras el poder del rey siguiera basándose en la gracia divina, el rey no tendría que rendir nunca cuentas a los diputados. Sin embargo, si los diputados se convertían en los representantes de la soberanía, el rey estaría obligado a consultarles y podrían influir en política.

Para que los diputados fueran los representantes de la soberanía había que realizar un acto muy arriesgado: los Estados Generales debían transformarse en algo más que la simple representación de cada uno de los estamentos sociales, debían convertirse en la representación de toda la nación. Para ello había que cambiar todo el mecanismo de legitimación del poder que existía en ese momento.

La legitimidad del poder y su soberanía (es decir, la capacidad reconocida y aceptada por toda la sociedad para poder ejercer el poder sin ser puesto en duda y por lo tanto ser obedecido) debía residir en la nación. Y para que así constara y se evitaran diferentes interpretaciones y caprichos sobre cómo debería ser ese poder, debía quedar redactado y aprobado en una Constitución.

En resumen: para que los diputados del Tercer Estado pudieran influir y participar en política, el poder tendría que tener su origen en la soberanía nacional y no en la gracia de Dios. Serían los humanos los que legitimaran el poder y no un ente divino. Este era ya de por sí un acto revolucionario impresionante, consecuencia de todo un siglo de pensamiento, la Ilustración.  


Nace la Asamblea Nacional

Los Estados Generales reunidos.
Los 578 representantes del Tercer Estado comenzaron su lucha presentando sus exigencias a cambio de aprobar el dinero que necesitaba el rey. Para empezar, querían el voto por cabeza. Es decir, que contara el voto de cada diputado individualmente y no el de cada estado como bloque. Era una petición revolucionaria que lo cambiaría todo, ya que así el voto de un conde o de un cardenal valdría lo mismo que el de un artesano o un campesino representado. Pero sobre todo, porque eso le daría la mayoría al Tercer Estado que podría imponer así legalmente las reformas que quería. ¿Cómo conseguirlo?

Muchos de los representantes de los estados dominantes apoyaban esta exigencia, sobre todo entre el clero, donde también existía un claro conflicto entre las altas esferas muy enriquecidas y la mayoría de los sacerdotes que en muchos casos compartían la pobreza de sus feligreses. Esos sacerdotes sabían que si no cambiaban las reglas en la representación política, nunca se llevarían a cabo las reformas necesarias en sus parroquias.

Emmanuelle J, Sieyès.
No fue pues casualidad que un sacerdote, Emmanuelle J. Sieyès, fuera el que teorizara sobre el Tercer Estado y fuera el que propusiera el nuevo nombre con el que rebautizar a los Estados Generales: a partir del 17 de junio de 1789 los diputados del Tercer Estado se constituyeron en la Asamblea Nacional e invitaron a los miembros del Primer y del Segundo Estado a prescindir de sus privilegios y aceptar el voto por cabeza e ingresar en la nueva Asamblea.

Sólo dos nobles siguieron la llamada, pero también 149 miembros del clero, la mitad de todo el Segundo Estado. Eso fue suficiente. Las mayorías se habían invertido: el Segundo Estado y el Tercero votarían juntos contra el Primero y podrían ganar e imponer los cambios políticos que exigían.

El rey veía como lo que iba a ser un acto formal para recaudar dinero se convertía en una revolución. Para evitar la votación de la nueva mayoría, mandó cerrar la sala donde se reunían los Estados Generales y evitar la entrada del Tercer Estado. Una treta para evitar que los diputados pudieran votar y ganar. Pero fue una treta que no tenía en cuenta el compromiso de los diputados. El 20 de junio encontraron un nuevo lugar donde reunirse, la sala del Juego de Pelota. Allí se juntaron los revolucionarios y juraron no separarse hasta que el rey aceptara una Constitución para Francia. El desafío ya era claro y se exigía la muerte de la monarquía absoluta y el reconocimiento de la soberanía nacional. Sin término medio.  

El rey trató de desalojarlos el 23 de junio, pero ya era tarde. La voluntad de los diputados era de hierro. “Estamos aquí por la voluntad del pueblo y sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas” dijo el diputado Mirabeau. Nada más lejos de la voluntad del rey, que seguía con la necesidad de recaudar el dinero necesario para evitar la bancarrota, y para ello necesitaba a los diputados revolucionarios. Así, el 27 de junio Luis XVI invitó a los nobles y sacerdotes que seguían formando el Primer y Segundo Estado a disolver sus estamentos y a formar parte de la nueva Asamblea Nacional que se formó como asamblea constituyente.

La monarquía absoluta había muerto y la Revolución Francesa había comenzado.


6/6/14

La 'bestia' de Omaha Beach

Cuando los aliados desembarcaron en Normandía el 6 de junio de 1944, estaba claro que los alemanes perderían la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, millones de soldados alemanes siguieron combatiendo por una causa perdida. Por ejemplo Heinrich Severloh, que con su ametralladora mató el solo a centenares de soldados norteamericanos la mañana del desembarco. Sería conocido como “la bestia de Omaha Beach”.

El 6 de junio de 1944, tras casi cinco años de guerra, el Día D había llegado y la Segunda Guerra Mundial comenzaba la que sería su última etapa antes de que Hitler finalmente se suicidara el 30 de abril de 1945 y Alemania se rindiera una semana más tarde. El desembarco en Normandía fue un despliegue de fuerza bruta por parte de los aliados occidentales: casi 7.000 barcos de guerra de todo tipo que transportaban a más de 150.000 soldados estadounidenses, británicos, canadienses, franceses, australianos, polacos, belgas, etc., incluso algunos republicanos españoles exiliados.

El desembarco de estos miles de soldados se produjo en distintas playas con distintos nombres en clave a lo largo de decenas de kilómetros de costa: Utah, Omaha, Juno, Gold y Sword. Todas ellas estaban fortificadas y fuertemente minadas, defendidas por unos 50.000 soldados alemanes que esperaban en sus trincheras y búnkeres poder rechazar la embestida.

Uno de esos soldados era Heinrich Severloh. El 6 de junio de 1944 tenía 20 años, a punto de cumplir los 21. Pertenecía a la 352ª División de Infantería y su misión era resistir a la irresistible invasión desde su pequeño nido de ametralladoras. Era una lucha desigual. Heinrich, un chico de 20 años, contra la 1ª División de Infantería del Ejército de los Estados Unidos que iba a desembarcar en la playa de Omaha.


El Día D de Heinrich Severloh

Heinrich Severloh.
El Día D de Heinrich Severloh comenzó muy temprano. A las seis de la mañana amaneció con el horizonte completamente dominado por barcos de la flota aliada atracada frente a la costa y preparando el asalto de la primera oleada de las barcazas de desembarco. Esta visión debió de ser descorazonadora para unos soldados que llevaban meses esperando la invasión. El día por el que tanto se habían estado preparando había llegado. Rápidamente Heinrich y sus compañeros fueron puestos en estado de alerta y llevados a sus puestos. Heinrich cogió su ametralladora MG 42, conocida como la “sierra de Hitler” por su velocidad y su capacidad para disparar hasta 1.700 balas por minuto, y apuntó hacia la playa.

En una entrevista publicada hace diez años por la revista alemana Der Spiegel, el soldado Severloh contó que su teniente le dijo: “Empieza a disparar cuando veas que empiezan a salir de las barcazas y el agua todavía les llega por la cintura”. Ese momento llegó, y entonces comenzó el infierno.

De todas las playas de desembarco en Normandía, la de Omaha Beach fue donde los aliados sufrieron más. Mientras que en el resto de las playas de la enorme invasión la resistencia alemana fue efímera o prácticamente inexistente, en el sector que defendía Heinrich murieron hasta 3.000 soldados norteamericanos. La invasión a punto estuvo de fracasar allí. Y gran parte de la culpa de aquello puede que fuera de Heinrich.



El soldado Severloh no dejó de disparar. Estuvo disparando durante nueve horas sin parar. Más de 12.000 cartuchos. Su ametralladora se sobrecalentó varias veces e iba alternando con disparos de su fusil. No paró de disparar, sin descanso, sin pensar. Los enemigos fueron cayendo como troncos delante de él. El agua del mar se tiñó roja de la sangre. Los gritos, las explosiones, el miedo. Y Heinrich disparando a las sombras que se movían delante de él. “No pensaba en nada, simplemente actuaba”, comentó. Pero sí sabía lo que hacía. Veía perfectamente las consecuencias de sus actos. “Muchachos jóvenes como yo cayendo apilados en la playa”. Una visión horrible que nunca olvidaría y que le causaron un terrible remordimiento el resto de su vida.

A las tres de la tarde el teniente de Heinrich se dio cuenta de que los dos se habían quedado solos. Las trincheras a sus lados estaban vacías o destruidas y los demás fortines habían dejado de disparar. Ordenó a Heinrich salir de allí cuanto antes y salvar la vida. Heinrich se escabulló. Salió corriendo y se salvó. Su teniente murió de un disparo en la cabeza. ¿Qué pensaría el joven de 20 años tras nueve horas matando sin cesar? “Era la guerra, o ellos o yo”. ¿Puede una persona cabal ser consciente de eso sin volverse loco?

Heinrich consiguió huir, pero por poco tiempo. A las pocas horas fue capturado por los norteamericanos. Estaba aterrado por las consecuencias de sus actos y no dijo ni una palabra sobre su papel en la matanza. No dijo nada sobre su ametralladora, ni sobre las nueve horas resistiendo el solo a la invasión de Normandía en la que mató a centenares, incluso puede que a miles de soldados de los EEUU.

Años más tarde los medios estadounidenses le apodarían la “bestia de Omaha Beach”. De todas las imágenes de ese día siempre le persiguió la de un soldado americano al que le disparó en la cabeza. Heinrich vio como se desplomó al suelo y su casco salió rodando. “Mejor no pensar en eso, sino me dan ganas de vomitar”, le contó al periodista de Der Spiegel hace una década.      


Heinrich Severloh murió en 2006 a los 82 años.