20/4/14

Bobastro, el sueño rebelde

Hace más de mil años casi toda la Península Ibérica era gobernada desde Córdoba por el emirato musulmán de la dinastía de los Omeya. Sin embargo, en las montañas de Málaga surgió una fuerza que trató de hacerle sombra: la rebelión de Umar Ibn Hafsún, que desde la ciudad de Bobastro llegó a amenazar seriamente el poder de los emires y que pudo cambiar el curso de la historia.


En las cumbres de las montañas de Málaga, protegida por un terreno abrupto y de muy difícil acceso, Umar Ibn Hafsún construyó su ciudad fortaleza de Bobastro. Desde lo alto podía divisar gran parte del territorio que le rodeaba: desde el Mar Mediterráneo hasta los campos camino a Córdoba, incluso en los días claros puede distinguirse la distante Sierra Nevada. Era un auténtico nido de águilas que le permitía estar atento ante los ataques de sus enemigos. Lo necesitaba, porque éstos no eran cualquier cosa. Umar Ibn Hafsún estaba enfrentado a uno de los reinos más poderosos de la época: el Emirato de Córdoba.

Paisaje alrededor de Bobastro.
Desde Bobastro, su tierra natal, Umar Ibn Hafsún capitaneó a finales del S. IX y principios del S. X una insurrección que durante más de 50 años tuvo en jaque a los emires cordobeses, poniendo en duda en más de una ocasión el poder de éstos y el futuro del propio emirato. En su momento cumbre, llegó a controlar directamente las actuales provincias de Málaga y Granada, e incluso llegó a amenazar a la propia Córdoba. ¿Quién era ese Umar Ibn Hafsún y cuál era su objetivo?




Un enemigo temible

Imagen idealizada de Umar Ibn Hafsún
Los historiadores del Emirato de Córdoba presentaron a Umar Ibn Hafsún como un simple rebelde, ladrón y forajido, sin otro objetivo que saquear y matar. Siglos más tarde, los historiadores españoles, ávidos por encontrar personajes históricos para nutrir el nacionalismo español, le convirtieron en una especie de Don Pelayo andaluz, un guerrero cristiano que resistió al poder musulmán desde las montañas. Pero no fue ni un bandolero ni un héroe cristiano.

Umar Ibn Hafsún nació en el S. IX en Al Ándalus, en un momento en el que los musulmanes llevaban ya más de un siglo dominando ese territorio y creando la nueva sociedad islámica en la Península Ibérica. Los orígenes de su familia eran de la nobleza visigoda, y al parecer su abuelo fue de esos nobles que prefirieron adaptarse a los nuevos tiempos y se convirtió al Islam. La familia de Umar Ibn Hafsún eran muladíes, es decir, cristianos reconvertidos al Islam, por lo que a ojos de los descendientes de los árabes y bereberes que conquistaron la península eran unos conversos, y a ojos de los cristianos mozárabes, que mantenían la religión cristiana en territorio musulmán, eran una renegados.

Independientemente del estatus de su familia, los problemas de Umar Ibn Hafsún con el orden establecido no tuvieron su origen en la política ni en la religión. Tuvo que huir tras asesinar a unos ladrones de ganado que querían robar las ovejas de su familia. Su primer destino fue el norte de África, donde según la leyenda, un anciano le profetizó que “se levantaría desde el monte de Bobastro” contra el emir. Una cosa llevó a la otra y al cabo de los años había roto sus lazos con el poder y asumido una carrera hacia delante comenzando un periplo de enfrentamientos con los gobernantes omeyas de Córdoba que acabó por transformarse en una rebelión abierta contra los emires.


El emirato en horas bajas

Era un buen momento para echarse al monte, literalmente. Umar Ibn Hafsún supo aprovechar una fase de convulsión interna y de mucha inestabilidad. Por un lado, los emires tuvieron que enfrentarse a multitud de rebeliones a lo largo y ancho de su emirato. En muchos lugares alejados del poder central, los señores feudales musulmanes querían fundar sus propios reinos y se rebelaban contra el poder cordobés. Por otro lado, las tensiones de la propia sociedad islámica estaban creando un caldo de cultivo propicio para el descontento popular.

Las divisiones sociales eran marcadas y profundas. Por un lado entre los musulmanes y los cristianos mozárabes que pagaban un impuesto especial, la dhimma, a cambio de seguir profesando su fe. Los cristianos eran una especie de población de segunda, sin posibilidades de prosperar en política ni económicamente. Se les toleraba, pero nada más, lo que acabó por provocar un creciente resentimiento entre los mozárabes contra los señores islámicos.

También existían conflictos entre los propios musulmanes. Por un lado, como ya se ha mencionado, entre los muladíes, los cristianos reconvertidos, y los descendientes de los invasores del S. VIII. Pero también existían fuertes rivalidades entre estos últimos. Los invasores se distinguían entre los árabes y los bereberes. Los árabes eran la élite, para ellos eran las mejores tierras y puestos políticos, mientras que los bereberes tenían que contentarse con los “restos”. Esta discriminación ya había provocado enfrentamientos y guerras civiles en el S. VIII poco después de la invasión islámica, y en el S. IX estaban lejos de haber terminado.

Por lo tanto, Umar Ibn Hafsún pudo contar con un gran apoyo social fruto del descontento con los emires de Córdoba, y supo aprovechar esta circunstancia para crear un verdadero estado independiente con sede en Bobastro, en el corazón de la Sierra de Málaga, desde la que conquistó vastos territorios y puso en peligro a la propia Córdoba.


Un proyecto político alternativo

Los historiadores actuales ponen en duda la idea de que fuera un simple forajido, y defienden la tesis de que Umar Ibn Hafsún tenía la intención de crear una alternativa política real al Emirato de Córdoba con capital en Bobastro. Su poder fue realmente importante, e incluso llegó a recibir embajadas de otros reinos que trataban de establecer buenas relaciones para el caso de que finalmente venciera a los Omeya.

Por ejemplo, recibió a los fatimíes de Túnez, una dinastía chií que tomó el poder en la provincia de Ifriquiya, desafiando a su vez al lejano Califato de Bagdad. También estableció relaciones con los pequeños reinos cristianos del norte de la Península Ibérica, hasta entonces pequeños reductos casi insignificantes frente al enorme poder del emirato.

Pero el estado independiente de Umar Ibn Hafsún no era un reino propiamente dicho, ya que él nunca se proclamó soberano. Aunque arrastró a gran número de cristianos mozárabes, tampoco era un estado cristiano, ya que también contaba con el apoyo de muchos bereberes y demás musulmanes descontentos.

De hecho, el estado rebelde se encontraba enclavado en medio del mundo musulmán, rodeado de reinos y de población islámica en su inmensa mayoría. Los pequeños reinos cristianos estaban lejos y eran muy débiles como para prestar apoyo, y la principal potencia cristiana del momento, el Imperio Carolingio, simplemente ignoraba a los rebeldes mientras se ocupaba de sus propios conflictos de sucesión.

Sin embargo, a pesar de esta lejanía con respecto al mundo cristiano y de la escasa ayuda que podían significar para un estado enclavado en pleno mundo musulmán, y sobre todo a pesar de sus propia educación y cultura musulmana, Ibn Hafsún se hizo bautizar en el año 899. ¿Fue por convencimiento personal? ¿Por cálculo político? ¿Para satisfacer a los mozárabes bajo su mando?


El obispado más meridional

Su compromiso con el Cristianismo se percibió claramente en su ciudad de Bobastro, que con sus alrededor de 2.000 habitantes se convirtió en un obispado metropolitano. Para ello se construyó una basílica, la más meridional de su clase en Europa en el S. IX y X. Sus restos esculpidos en la roca con sus característicos arcos de herradura son hoy lo único que queda de la ciudad de Bobastro, que fue arrasada tan sólo una década después de la muerte de su fundador.

Basílica de Bobastro.
Umar Ibn Hafsún murió en el año 918, y sus hijos heredaron el mando. En esas fechas heredó el trono de Córdoba Abderramán III, un soberano con una fuerza y una capacidad sobresaliente. Se dedicó a aplastar uno a uno todos los focos rebeldes de su emirato y acabó concentrándose en Bobastro. Conquistó la ciudad en enero del año 928, diez años tras la muerte de su fundador, cuyo esqueleto fue profanado y llevado a Córdoba donde fue expuesto públicamente para subrayar la victoria de un Abderramán III exultante y triunfador tras aplastar a los últimos rebeldes. Su victoria fue tan arrolladora que no dudó en señalizar su propio poder e independencia real con respecto a cualquier otro poder político y espiritual musulmán y proclamó el califato un año después, en 929.                  

Una década después de la muerte de Umar Ibn Hafsún su ciudad fue arrasada y su estado independiente derrotado y aplastado. Hoy solamente quedan unos restos esculpidos en roca de arenisca en las montañas de Málaga que nos recuerdan que hace mil años, desde allí pudo haber nacido un reino diferente que podía haber cambiado la historia de España. Tendrían que pasar más de 500 años hasta que los cristianos llegados del norte conquistaran las montañas de la antigua capital de Umar Ibn Hafsún.    


A continuación os dejo un vídeo fantástico sobre Bobastro y su historia:


7/4/14

Los olvidados de Valdenoceda

El pequeño pueblo de Valdenoceda, en el norte de la provincia de Burgos, tiene 73 habitantes y un pequeño cementerio que esconde un terrible pasado: cada vez que se excava una nueva tumba asoman los restos de uno o varios esqueletos humanos sepultados allí hace más de seis décadas. Permanecen enterrados a tan sólo un palmo de la superficie y corresponden a 153 personas, antiguos presos republicanos que murieron allí de hambre y de frío en los años posteriores a la Guerra Civil (1936-1939), encerrados en una antigua prisión a orillas del río Ebro.

Juan María González Fernández de Mera era uno de ellos. Murió el 14 de abril de 1941, justo 10 años después de la proclamación de la II República y el día en el que cumplía 50 años. Dejó solos a cuatro hijos y a una mujer analfabeta, como cuenta su nieto José María. Su delito: "Adhesión a la rebelión" por ser el conserje de la Casa del Pueblo de Ciudad Real, la manera del franquismo de negar su golpe de Estado contra el Gobierno republicano acusando a los vencidos de "traición".


En un tren de ganado

Juan María fue detenido al poco de terminar la guerra y llevado a la prisión de Valdenoceda en un tren de ganado con centenares de manchegos, de los que 62 perderían su vida a más de 400 kilómetros de sus hogares junto a decenas de madrileños, vascos, andaluces, gallegos, catalanes... Sus nombres, pero sobre todo el lugar y la forma en que murieron, han permanecido olvidados durante décadas, hasta que el nieto de Juan María comenzó a indagar.

"Mi padre hablaba muy poco sobre la muerte de mi abuelo, era un tema prohibido en casa", dice José María González, comercial de profesión y residente en Amorebieta (Vizcaya). Pero la curiosidad pudo más. "Queríamos saber dónde había fallecido, y sobre todo qué delito había cometido", cuenta. La pista llevó pronto, a él y a su sobrino, hasta el juzgado de Valdenoceda. "Su nombre estaba en el registro de defunción, pero nos llamó la atención que, como él, había decenas de personas que murieron por las mismas causas: colitis epidémica o tuberculosis pulmonar".

Algo estremeció a José María: "No había ninguna tumba. A medida que morían, los enterraban en fosas comunes cerca del cementerio, ya que el sacerdote de entonces no permitía que los rojos compartieran sus tumbas con sus fieles". Estas tumbas, excavadas a toda prisa en un solar de unos 150 metros cuadrados, sin identificar y a tan sólo unos centímetros de la superficie, permanecieron olvidadas hasta que, en 1989, el cementerio se amplió, llegando a las antiguas fosas comunes. "Desde entonces, cada vez que se entierra a un vecino aparecen los restos de algún preso. En la mayoría de los casos simplemente se les enterraba encima, perdiéndose así la posibilidad de recuperar algún día los restos", relata.

Para evitarlo acudió al Gobierno vasco. Desde 2002, un decreto permite a los ciudadanos residentes en el País Vasco a solicitar los medios necesarios al Ejecutivo autonómico para rastrear, y en su caso recuperar, los restos de familiares ejecutados durante la Guerra Civil y el franquismo. De esto se ocupa la Sociedad de Ciencias Aranzadi, cuyos colaboradores llegaron a Valdenoceda el pasado mes de abril. Allí "vimos muchos restos óseos entre la tierra movida y en la superficie que corren peligro cada vez que se produce un nuevo enterramiento", dice Jimi Jiménez, miembro de Aranzadi.

Banda de música del campo de prisioneros.
Sus propuestas para salvaguardar los restos son dos: o se impide la utilización del terreno como cementerio, dejando allí los restos, o se procede a una "exhumación ordenada", recomienda la asociación. Pero falta dinero. "Lo que queda es que los familiares sepan dónde están enterrados", afirma José María, con la esperanza de que "algún día se puedan identificar los restos y enterrarlos en sus ciudades y pueblos". Para ello cuenta con la ayuda del alcalde, el socialista Ángel Domingo Arce, quien garantiza que, mientras él sea alcalde, los restos no se perderán. Por el momento, una piedra en el cementerio con los nombres de los 153 fallecidos les recuerda.

Cada 14 de abril celebramos un homenaje", cuenta el regidor.Una ceremonia humilde a la que, la última vez, acudió un grupo de 12 personas algunas de ellas procedentes de Francia y de Canadá. Se trata de un pequeño logro que sabe a poco. Quedan muchas familias aún por localizar. José María no se rinde. "Ya hemos encontrado a 18", dice, "pero no hemos hecho más que empezar".

Decenas de restos siguen sepultados en el pequeño cementerio de la localidad burgalesa. Podrían ser de Eustasio Aparicio, natural de Colmenar Viejo (Madrid), y fallecido el 29 de abril de 1941; o de Alfonso de la Morena Prado, casado, natural de Aldea del Rey (Ciudad Real) y fallecido el 18 de agosto de 1940; o de Domingo Fernández de Acuña, nacido en Portugal y fallecido el 10 de febrero de 1942.

También había vascos, madrileños, aragoneses, andaluces e incluso de la misma provincia de Burgos, como Pedro Anollo Baranda, natural de Villarcayo, a pocos kilómetros de Valdenoceda, que murió en la prisión el 12 de septiembre de 1941. La lista llega hasta el 20 de agosto de 1943, última fecha en la que falleció un preso en el penal: Marcelino Tejero Domínguez, soltero y natural de Zorita, en la provincia de Cáceres.

Al menos ahora se sabe dónde están. "El interés de una familia por saber qué pasó con su abuelo ha sido determinante", asegura Jimi Jiménez. "Pasó a hacerse con un listado, y con el tiempo ha ido localizando a familiares. Así ha ido surgiendo el todo". El resultado: 153 personas rescatadas del olvido.


Este artículo lo escribí para El País hace casi una década. Se publicó el 19 de diciembre de 2005. Este es el enlace:


http://elpais.com/diario/2004/12/19/domingo/1103431959_850215.html

1/4/14

Termina la Guerra Civil

El 1 de abril de 1939, hace hoy 75 años, terminó oficialmente la Guerra Civil Española. La célebre frase del último parte de guerra franquista no pudo ser más escueta tras tres años de luchas sangrientas: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.




El 28 de marzo los soldados de Franco, que durante casi tres años habían estado asediando Madrid, salieron de sus trincheras en la Casa de Campo y en los alrededores de la ciudad para entrar en la ciudad.

Durante casi tres años tuvieron que limitarse a observar a los madrileños a través de sus prismáticos, sin poder pisar las calles. Estaban muy cerca, tanto que podían ver perfectamente el movimiento de los tranvías y de la gente andando por las aceras. Pero, a pesar de esta cercanía que les permitía ver el rostro de sus víctimas, no dejaron de bombardear la ciudad con sus cañones, destrozando cientos de edificios y segando miles de vidas.


Pero todo cambió el 28 de marzo. Ese día, los soldados franquistas recibieron la orden de levantarse de sus refugios y de avanzar hacia las trincheras enemigas, las mismas que habían impedido su avance durante meses y años. Sin embargo, esta vez no hubo disparos. Madrid, tan furiosamente defendida en noviembre de 1936 por los milicianos republicanos, cayó sin resistencia. Las trincheras republicanas estaban vacías.

Los soldados republicanos habían huido. Los que eran madrileños se habían confundido con la muchedumbre que esperaba angustiada la llegada de sus enemigos. Otros, los que no eran de Madrid, se habían marchado a sus pueblos y ciudades con la esperanza de recuperar sus vidas de antes de la guerra. Y otros muchos, miles, que se habían comprometido personalmente en la defensa de la República, huían por las carreteras hacia el Levante con la esperanza de poder embarcar y escapar de la previsible venganza del vencedor.

El 28 de marzo las columnas de Franco entraron en Madrid y se encontraron con un recibimiento masivo. Miles de personas les dieron la bienvenida con el brazo en alto saludando al estilo fascista mientras los soldados ocupaban los edificios oficiales y se hacían con la ciudad. Muchas de estas personas eran franquistas sinceros que habían estado viviendo ocultas durante la guerra. Otras se mostraban ostensiblemente partidarias de los vencedores con la esperanza de poder congraciarse así con ellos. La mayoría, simplemente, estaba feliz de que la guerra hubiera acabado.

Madrid fue una ciudad muy duramente castigada por la guerra. No es que solamente el frente pasara prácticamente en medio, por la Ciudad Universitaria, la Casa de Campo y Carabanchel. Los bombardeos aéreos y de la artillería habían convertido cualquier paseo por las calles en una lotería mortal. Con el paso del tiempo, al miedo a morir en una explosión se sumó el hambre insoportable cuando los suministros dejaron de llegar con la regularidad necesaria desde la retaguardia republicana.

Y para colmo, al sufrimiento de la población madrileña asediada, hambrienta y disparada sin cuartel, se sumó en el último momento el espectáculo bochornoso de una pequeña guerra civil entre las fuerzas republicanas, lo que supuso la señal hasta para el más optimista y taciturno de que la derrota era un hecho y sólo cuestión de (poco) tiempo.


Una guerra civil dentro de la Guerra Civil


Entre el 5 y el 12 de marzo, un grupo de oficiales del Ejército Popular republicano encabezados por el coronel Casado y apoyados por políticos socialistas entre los que destacaba Julián Besteiro y Wenceslao Carrillo, el padre de Santiago Carrillo, dieron un golpe de estado en Madrid contra el gobierno del también socialista Juan Negrín. Su objetivo era acabar la guerra y rendirse a Franco con la esperanza, ingenua, de escapar así de las represalias. Los soldados comunistas en la capital no secundaron este golpe y resistieron, por lo que se llegó a combates sangrientos en las calles de la capital. Un último episodio lamentable de desunión que solamente podía certificar la muerte de la República.

Muchos republicanos eran conscientes de esto y huyeron para salvar sus vidas. Unos meses antes, en enero y febrero de 1939, miles de personas habían huido del avance franquista en Cataluña y se habían refugiado en Francia, que les recibió internándoles en campos de concentración. Sin embargo, los republicanos que estaban en Madrid no tenían otra posibilidad de escapatoria que aventurándose a atravesar media España hasta las provincias del Levante y confiar que un barco les salvara.

Miles de personas salieron de Madrid por la carretera hacia el este y se dirigieron camino a la costa, al puerto de Alicante. Sin embargo, cuando llegaron, no había ningún barco esperando. La flota republicana, bastante numerosa y que podría haber desempeñado este último papel ayudando a escapar a estos miles de desgraciados, había huido a su vez unos días antes y se había entregado en los puertos franceses del norte de África.

El 31 de marzo llegaron barcos a Alicante, pero eran de la flota de Franco. De ellos desembarcaron soldados franquistas y los miles de republicanos que estaban esperando una salida cayeron prisioneros. Un día después, el 1 de abril, ya no quedaba ciudad ni pueblo en poder de la República. La guerra había terminado.

Los republicanos fueron atrapados sin posibilidad de escape. La represión fue cruel. En Alicante, en Madrid, en todas las ciudades conquistadas en el último capítulo de la guerra. Parafraseando al protagonista de la obra de Fernando Fernán Gómez ‘Las bicicletas son para el verano’, no había llegado la paz, había llegado la victoria.